El cementerio se extendía entre
los árboles, entre los recintos de los templos, a veces de forma desordenada,
en ocasiones formando pirámides coronadas por alguna imagen singular. Ante
muchas de ellas, un ramo de flores, una vela, el recuerdo de una familia que
seguía teniendo en el corazón al ser amado. El respeto de los japoneses por sus
antepasados era admirable:
Desde
tiempos remotos el pueblo japonés cree que el alma del difunto se queda aquí
para ser homenajeada por sus descendientes. El alma, a su vez, velaría por su
buena fortuna junto a los dioses ancestrales, o kami, que protegen el sustento y la prosperidad de las personas
desde la antigüedad. Por último, los japoneses creen ciegamente en que las
almas de los difuntos habitan en el lugar apacible y noble donde nacieron,
desde donde velan por la familia y responden a sus llamadas.[1]
Sokyo Ono mantenía que el
sintoísmo concebía la vida como el bien y la muerte como el mal, como una
maldición. Por ello, durante siglos los ritos funerarios habían sido conducidos
en exclusiva por los monjes budistas. Era excepcional encontrar tumbas dentro
del recinto de un santuario o sus alrededores.
Dos son
las razones que explicarían la reticencia de los sacerdotes hacia los muertos y
los ritos funerarios. En primer lugar, los santuarios estaban dedicados al
culto y el servicio del kami custodiado
en ellos, por lo que no eran lugares apropiados para celebrar otro tipo de
ritos o desarrollar otras funciones. En segundo lugar, los sacerdotes vivían
una vida de consagración al servicio del kami.
Por lo tanto, la celebración de ritos religiosos para todo aquello que no fuera
el kami escapaba a sus
responsabilidades y a las del santuario.[2]
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