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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 140. Higashiyama III.

 


El cementerio se extendía entre los árboles, entre los recintos de los templos, a veces de forma desordenada, en ocasiones formando pirámides coronadas por alguna imagen singular. Ante muchas de ellas, un ramo de flores, una vela, el recuerdo de una familia que seguía teniendo en el corazón al ser amado. El respeto de los japoneses por sus antepasados era admirable:

Desde tiempos remotos el pueblo japonés cree que el alma del difunto se queda aquí para ser homenajeada por sus descendientes. El alma, a su vez, velaría por su buena fortuna junto a los dioses ancestrales, o kami, que protegen el sustento y la prosperidad de las personas desde la antigüedad. Por último, los japoneses creen ciegamente en que las almas de los difuntos habitan en el lugar apacible y noble donde nacieron, desde donde velan por la familia y responden a sus llamadas.[1]

 

Sokyo Ono mantenía que el sintoísmo concebía la vida como el bien y la muerte como el mal, como una maldición. Por ello, durante siglos los ritos funerarios habían sido conducidos en exclusiva por los monjes budistas. Era excepcional encontrar tumbas dentro del recinto de un santuario o sus alrededores.

Dos son las razones que explicarían la reticencia de los sacerdotes hacia los muertos y los ritos funerarios. En primer lugar, los santuarios estaban dedicados al culto y el servicio del kami custodiado en ellos, por lo que no eran lugares apropiados para celebrar otro tipo de ritos o desarrollar otras funciones. En segundo lugar, los sacerdotes vivían una vida de consagración al servicio del kami. Por lo tanto, la celebración de ritos religiosos para todo aquello que no fuera el kami escapaba a sus responsabilidades y a las del santuario.[2]



[1] De Kamikazes, de Albert Axell y Hideaki Kase.

[2] Sintoísmo. La vía de los kami.

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