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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 137. El barrio antiguo de Takayama.

 


Subimos la amplia calle Kokubunji hacia el río y lo cruzamos por el puente Kaji. Las casas sobre el río formaban un conjunto armónico, en la línea idealizada que nos había acompañado todo el día.

Un policía nos vio vacilantes y se acercó, quizá más con la intención de charlar un rato que por pura preocupación. Era mayor, de cara redonda y aspecto bonachón, lo menos parecido a un policía de película americana. Nos preguntó por nuestra nacionalidad y cuando le dijimos que éramos españoles se señaló el pecho y dijo algo que los cuatro entendimos como "torrente". Creímos que había visto la película de Santiago Segura y empezamos una conversación sobre la misma en el más puro estilo diálogo de besugos, digno del director, actor y guionista. Después de un buen rato empezamos a ser conscientes de que algo no cuadraba. Hasta que el policía sacó su móvil y nos mostró una foto de él con el futbolista Fernando Llorente. La carcajada fue menos vistosa de lo que fue posteriormente por temor a que se molestara el policía. Con buena intención y sus rudimentarios conocimientos de inglés pudimos deducir que Llorente había estado de viaje de novios allí. Que estuvo allí, seguro. Que fuera de viaje de novios, lo dudo. Nos hicimos una foto con el policía, al que bautizamos Torrente.



El cogollo del barrio antiguo eran tres calles paralelas, Ichino, Nino y Sanno que agrupaban varios museos y un conjunto de casas antiguas, varias de las cuales se habían reconvertido en tiendas. Las tiendas estaban puestas con el habitual buen gusto y especial detalle. Los productos eran estupendos, con lo que nos dedicamos a la sana actividad de ver tiendas.

Las casas eran de madera oscura, de dos plantas. En la fachada, sencillas y hermosas celosías. Algunas habían sido el hogar de familias de mercaderes y banqueros con un amplio hogar donde se hacía vida en común, varias estancias que se utilizaban tanto para el negocio como para vivir, dormitorios o la habitación del buda. El patio interior era un jardincillo que respiraba filosofía zen. Había otros patios en la parte de atrás y laterales. Y almacenes.

En una de las tiendas penetramos hasta ese patio interior. Una linterna de piedra casi cubierta en su totalidad por el musgo, unas rocas y un surtidor de agua de bambú recordaba al bosque y la naturaleza. Dejamos vagar los pensamientos.

Una tienda con excelentes trabajos de papelería había aprovechado una parte del local para montar un coqueto y sencillo restaurante donde comimos. El ambiente era familiar, intimista, con una pequeña zona con tatami para comer en mesitas bajas. Les hicimos los honores a unos deliciosos y humeantes fideos.

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