Las casas tradicionales
convivían bien con otras más modernas de tejados menos apuntados. Un pequeño
estanque, un jardín o un campo de arroz separaban las casas.
Nuestra guía nos había
aconsejado visitar algunas casas que había marcado en el plano que nos entregó.
Era imposible verlas todas. Sólo algunas estaban abiertas al público. El templo
Myozenji combinaba una casa con un santuario. Construida hace unos dos siglos,
fue la primera que visité y que daba la pauta de una estructura que se repetía:
medía 24 metros de largo y 13 metros de ancho.
Los antiguos edificios no eran
cómodos para las nuevas generaciones, leí en un folleto. Algunas se habían
reconstruido o reconvertido para compatibilizar la tradición con las
comodidades actuales. Ascendí por las cinco plantas. En los pisos intermedios,
que se utilizaron en muchos casos para cultivar gusanos de seda (seda que se
vendía con gran éxito a la industria textil de Kioto), se acumulaban los aperos
de labranza, carros, herramientas y otros utensilios en un pequeño museo
etnológico, muy interesante:
Peroles
y ollas,
Delicias
de mi casa.
Rocío al
alba.[1]
Las vigas estaban atadas con
cuerdas. No se utilizaban clavos. Asomándose por las ventanas se disfrutaba una
magnífica vista sobre el pueblo.
En la planta baja estaba el
hogar. Aún palpitaba un pequeño fuego y una tetera. Una habitación familiar hacía las veces de
cuarto de estar. Lo presidía el altar doméstico, el Butsudan. Después quedaban los dormitorios. Una parte de las casas
podía utilizarse como almacén.
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