Nuestro último día en Kioto se
inició con el mismo ritual de días anteriores aunque ligeramente más tarde. No
dependíamos del tren. Además, nuestro primer destino estaba a pocos pasos del
hotel.
La caligrafía y los productos
esmeradamente presentados convertían una galería comercial en una galería de
arte culinario. El mercado de Nishiki era un placer para la vista.
En la sucesión de tiendas del callejón cubierto imperaba el orden y la estética, sencilla y eficaz, como si siguiera los dictados de la filosofía zen. Daban ganas de comprar algún artículo y guardarlo como una pequeña joya del envoltorio.
Arturo mantenía que muchos de
los alimentos que encontrabas perfectamente empaquetados en los mercados o
supermercados eran fáciles de preparar, lo que permitía dedicar poco tiempo a
la cocina o prepararla en una cocina pequeña y sin demasiados cacharros. Quizá
era incómodo cocinar o no había tiempo para dedicarlo a esa actividad.
Nos ofrecieron un poco de té,
una muestra de algún alimento, una degustación, todo ello con la omnipresente
reverencia y sonrisa. El mercado seguía las mismas constantes de otros lugares.
La vulgaridad estaba desterrada. El buen servicio abarcaba todas las facetas de
la vida.
Los carteles de los productos o
los de los precios estaban perfectamente alineados. Pura geometría.
Era agradable pasear y observar
la cordial relación entre los tenderos y sus clientes, cómo preparaban el
género, la limpieza de los lugares, el orden imperante. Nos saludaban con el
orgullo de las cosas bien hechas.
Probamos unas brochetas,
olisqueamos aquí y allá, observamos los colores atractivos de los alimentos,
cómo preparaban la plancha o limpiaban los escaparates. Todo realizado con
mimo, con cierta sacralidad. Reflejaba el carácter de éste pueblo.
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