La montaña albergaba 32.000
pequeños santuarios, bunsha, como los
denominaban. Los flanqueaban dos zorros, uno masculino y otro femenino. Se
decía que Inari podía ser una divinidad masculina, femenina o andrógina. Los
zorros, denominados kitsune, eran sus
mensajeros. Muchos llevaban una llave en la boca que simbolizaba la llave que
abre el granero del arroz. Otros portaban una joya, una hoz para cortar la
planta del arroz o un pergamino. Les habían puesto unos baberos rojos que les
daban un aspecto simpático. Se decía que los kitsune tenían un gran poder curativo. Se les atribuían poderes
purificadores que les permitían expulsar fantasmas y demonios. En los puestos
de comida que jalonaban el ascenso era habitual tomar los kitsune udon, gruesos fideos que recibían su nombre de los zorros.
Descansamos ante un pequeño lago
rodeado de altos árboles. Allí se acumulaba un gran número de pequeños
santuarios, en general bien cuidados. Más arriba se abría un mirador sobre la
ciudad. En lo más alto, el santuario principal.
El santuario se vinculaba con
una curiosa costumbre que leí en Kioto,
de Watanabe. Consistía en visitar todos los años el santuario el primer día del
mes del caballo-según su denominación china-y comprar una estatuilla del dios
de la felicidad, el barrigudo Hotei, hasta reunir siete. Si durante ese tiempo
se producía una muerte en la familia, se tiraban las estatuillas y se empezaba
de nuevo la colección. Las estatuillas se colocaban en un lugar visible de la
casa.
Era noche cerrada cuando tomamos
el tren para Kioto. Cenamos cerca del hotel. Nos fuimos inmediatamente después
a descansar.
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