Todo era muy bucólico. Una
planicie se enmarcaba por las montañas, que se sucedían hasta el fondo del
horizonte, se difuminaban en la lejanía. La calle principal trazaba un eje
recto. El río quedaba casi oculto. Los campos de arroz alternaban su geometría
con los tejados a dos aguas. Era un paisaje esencial.
Imaginé contemplar esa estampa sublime
con Hervé y con mi bisabuelo, observarlo con sus ojos y sus sensibilidades,
dominado por la nieve y el invierno o matizado por los colores del otoño o la
primavera. Ahora dominaban las tonalidades verdes en contraste con el azul del
cielo. Grabamos esa imagen en nuestras mentes.
Nos dejaron en el aparcamiento
al otro lado del río. Las tiendas y el centro de información eran los primeros
ejemplos de las casas de estilo gassho-zukuri.
Los tejados unían sus manos para una plegaria.
Esos tejados estaban recubiertos
por un tipo de paja denominado suzuki
de un grosor extraordinario. En el folleto que nos entregaron aparecía una foto
en que se ejecutaba su instalación o sustitución, lo que ocurría cada 20 ó 25
años. Antes duraban 60 años ya que la lumbre ayudaba a matar los insectos que
atacaban la paja. En esa maniobra participaba todo el pueblo. Casi un centenar
de personas trabajaba en una de las vertientes del tejado.
En 1890 una carretera amenazó el
carácter del pueblo. Se rompía con el ancestral aislamiento pero el progreso
podía eliminar aquellas casas tan características y singulares. Sus habitantes
se movilizaron y supieron combinar, una vez más, tradición con modernidad. La
ganadería, el cultivo de arroz para fabricar afamados sakes, otros cultivos y
la sericultura eran el sustento tradicional. En otra época, una familia amplia
llegaba a producir unas 1.500 libras de capullos de seda. El turismo vino a
contribuir a los ingresos de estos habitantes.
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