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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 146. Hacia Shirikawa.

 


El viento arrancaba paraguas y la lluvia racheada incomodaba. Sin embargo, nuestra guía anunció buen tiempo en nuestro destino, lo que parecía imposible. También parecía imposible que quisiera engañarnos. Durante todo el trayecto nos acompañó la lluvia. Y el recuerdo de un haiku de Sogi:

Que ya es verano

no les digas, tormenta

a los cerezos.

Hasta 2008, y como habíamos leído en la guía, el desplazamiento en autocar duraba unas dos horas. La nueva carretera de peaje, trazada con catorce túneles, uno de ellos de 11 kilómetros, reducía el tiempo a unos 50 minutos. El otro peaje era renunciar a una parte de la belleza natural de ese trayecto. Aún atesoraba suficiente atractivo.

La carretera se infiltraba entre montañas y valles, bosques frondosos, ríos caudalosos y pequeñas aldeas. El verdor quedaba atenuado por el cielo plomizo.

Conforme a lo prometido, el sol se abrió camino entre las nubes nada más bajar del autobús en el observatorio. Fue milagroso el cese de la lluvia, como si estuviera programado con precisión japonesa.

Aroma del ciruelo,

y de pronto el sol sale:

senda del monte.[1]

El observatorio, con un estupendo mirador sobre el valle, estaba ubicado donde estuvo el castillo construido por el clan Uchigashima tras conquistar la zona en el siglo XV. Dominaba todo el entorno.



[1] Haiku de Basho.

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