El viento arrancaba paraguas y
la lluvia racheada incomodaba. Sin embargo, nuestra guía anunció buen tiempo en
nuestro destino, lo que parecía imposible. También parecía imposible que
quisiera engañarnos. Durante todo el trayecto nos acompañó la lluvia. Y el
recuerdo de un haiku de Sogi:
Que ya
es verano
no les
digas, tormenta
a los
cerezos.
Hasta 2008, y como habíamos
leído en la guía, el desplazamiento en autocar duraba unas dos horas. La nueva
carretera de peaje, trazada con catorce túneles, uno de ellos de 11 kilómetros,
reducía el tiempo a unos 50 minutos. El otro peaje era renunciar a una parte de
la belleza natural de ese trayecto. Aún atesoraba suficiente atractivo.
La carretera se infiltraba entre
montañas y valles, bosques frondosos, ríos caudalosos y pequeñas aldeas. El
verdor quedaba atenuado por el cielo plomizo.
Conforme a lo prometido, el sol
se abrió camino entre las nubes nada más bajar del autobús en el observatorio.
Fue milagroso el cese de la lluvia, como si estuviera programado con precisión
japonesa.
Aroma
del ciruelo,
y de
pronto el sol sale:
senda
del monte.[1]
El observatorio, con un estupendo
mirador sobre el valle, estaba ubicado donde estuvo el castillo construido por
el clan Uchigashima tras conquistar la zona en el siglo XV. Dominaba todo el
entorno.
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