El día amaneció dominado por el
diluvio. Los dioses del viento y del trueno que protegían las entradas a
templos y santuarios se habían arrojado sobre la montaña quebrando el cielo.
Entre rayos, las calles quedaban inundadas. Los guardianes de las divinidades
parecían dispuestos a impedir cualquier movimiento.
Seguro que mi bisabuelo no se
hubiera amilanado por el mal tiempo. Tampoco Hervé Joncourt. Aunque las sábanas
se pegaban amorosas a nuestro cuerpo había que romper la tendencia y saltar de
la cama.
Arturo y yo bajamos a recoger
nuestro premio en forma de desayuno vestidos con nuestros kimonos.
Armonizábamos con el comedor, decorado con pinturas tradicionales y con las
personas del servicio, una joven y otra algo más mayor, ambas en kimono, que
estaban pendientes de nuestras necesidades.
"Se
ha dicho que la cocina japonesa no se come sino que se mira-escribió Tanizaki-;
en un caso así me atrevería a añadir: se mira, ¡pero además se piensa!"[1]
Sentados ante nuestros hermosos
desayunos japoneses nos entregamos al goce de la vista previo al del paladar.
"Si
la cocina japonesa se sirve en un lugar demasiado iluminado, en una vajilla
predominantemente blanca, pierde la mitad de su atractivo"-apostillaba el
escritor.
La iluminación era la habitual
en un comedor, viva, quizá inadecuada para un oriental pero normal para un
occidental con kimono. Ninguno de los pequeños platillos era blanco.
Predominaban los colores oscuros.
Para la sopa de miso,
imprescindible en cualquier desayuno a la japonesa, cenagosa y color arcilla,
se aconsejaba la luz difusa de las velas. La observamos "estancada en el
fondo del cuenco de laca negra" y buscamos la "profundidad real y un
tono de lo más apetitoso". Era un sabor ajeno a nuestro paladar aunque nos
gustó al paladearla, quizá por esas instrucciones adicionales.
"No
hay ningún japonés-nuevamente nos hablaba Tanizaki-que al ver ese arroz
inmaculado, cocido en su punto, amontonado en una caja negra, que en cuanto se
levanta la tapa-como así hicimos-emite un cálido vapor y en el que cada grano
brilla como una perla, no capte su insustituible generosidad".
Observando el trozo de blanco
tofu alcanzamos nuevamente el éxtasis, aunque nunca ha sido un alimento que me
haya emocionado. Pero la combinación de colores me dio otra percepción. Cuando
utilicé los palillos para ir comiendo tuve la sensación de que destruía una
obra de arte. "La obra maestra está en nosotros y nosotros estamos en la
obra maestra". Me supo a gloria aquel desayuno místico a base de
minúsculas delicias. Pese a despertarnos a las 6.30 entramos en el mundo
consciente rápidamente.
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