Los cuentos populares japoneses
estaban repletos de fantasmas que se aparecían a los vivos. Espíritus tan
reales como los personajes a los que intrigaban, molestaban, aconsejaban o
desafiaban. Sus mundos se entrecruzaban, interactuaban. Constituían un mismo
entorno. En ese entorno por el que caminábamos podían aparecer en cualquier
momento.
A los que infringieron una
promesa les exigían explicaciones. A los que tuvieron un buen detalle o una
buena obra les concedieron recompensas. No eran vengativos sino instrumentos de
la justicia. Estaban rodeados de una orla sobrenatural aunque tenían su
corazoncito como recuerdo de sus tiempos humanos. Sin ellos el mundo sería
aburrido. Como instrumentos de la equidad ponían las cosas en su sitio. Me
gustaban los fantasmas japoneses.
Los lugares sagrados estaban
abiertos para que cualquier creyente entrara a venerar las imágenes. Como en
otros lugares, no había vigilancia, nadie cuidaba de que nadie hurtara nada del
interior. Los dioses se defendían solos. Sonaba una campana o un gong,
despertaba el espíritu, se ausentaba el mal, se efectuaba una llamada.
¡Qué
solitaria
mi vida,
y qué bonito
el
crisantemo![1]
Como senderistas disciplinados
fuimos avanzando de un templo a otro, de Souyuji a Zennoji, Hokkeji… Unos
hermanos veneraban a su familia en uno de ellos, los nobles rezaban en otros
recintos, por siglos, por sus difuntos.
"Los matices son nuestras
emociones y el claroscuro está hecho con la luz de nuestras
tristezas"-escribió Okakura Kakuzo. Porque la tarde arrastraba hasta
nosotros la penumbra.
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