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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 141. Higashiyama IV.

 


Los cuentos populares japoneses estaban repletos de fantasmas que se aparecían a los vivos. Espíritus tan reales como los personajes a los que intrigaban, molestaban, aconsejaban o desafiaban. Sus mundos se entrecruzaban, interactuaban. Constituían un mismo entorno. En ese entorno por el que caminábamos podían aparecer en cualquier momento.

A los que infringieron una promesa les exigían explicaciones. A los que tuvieron un buen detalle o una buena obra les concedieron recompensas. No eran vengativos sino instrumentos de la justicia. Estaban rodeados de una orla sobrenatural aunque tenían su corazoncito como recuerdo de sus tiempos humanos. Sin ellos el mundo sería aburrido. Como instrumentos de la equidad ponían las cosas en su sitio. Me gustaban los fantasmas japoneses.



Los lugares sagrados estaban abiertos para que cualquier creyente entrara a venerar las imágenes. Como en otros lugares, no había vigilancia, nadie cuidaba de que nadie hurtara nada del interior. Los dioses se defendían solos. Sonaba una campana o un gong, despertaba el espíritu, se ausentaba el mal, se efectuaba una llamada.

¡Qué solitaria

mi vida, y qué bonito

el crisantemo![1]

Como senderistas disciplinados fuimos avanzando de un templo a otro, de Souyuji a Zennoji, Hokkeji… Unos hermanos veneraban a su familia en uno de ellos, los nobles rezaban en otros recintos, por siglos, por sus difuntos.

"Los matices son nuestras emociones y el claroscuro está hecho con la luz de nuestras tristezas"-escribió Okakura Kakuzo. Porque la tarde arrastraba hasta nosotros la penumbra.



[1] Haiku de Shuoshi.

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