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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés119. Fushimi Inari II

 


Empezamos a ascender por el interior de la galería que estaba rodeada por un bosque denso. Quizá mereciera más atención, pero los toriis absorbían nuestra mente. El fondo producía un efecto embudo, como una fuga al infinito, hacia otro mundo: el de los kamis.

La vista jugaba con esa forma geométrica única que se repetía, que se superponía y daba un curioso cuadro. Al dar la vuelta, aparecían las inscripciones de los donantes. Sólo se veían si tomabas el camino de regreso, si retornabas al mundo humano. En la orientación hacia el mundo divino no era necesario mensaje alguno.

El camino procesional fue provocando un juego de luces y sombras conforme avanzaba la noche. Las sombras tomaron protagonismo y fuera del ámbito bermellón el bosque se teñía de misterio. La naturaleza se replegaba en la penumbra. Como diría Basho:

El cucú

Un bosque de bambú

Filtra la luna.

Quizá antes de que se fundara el santuario en 711 y se trasladara aquí en 816 el lugar ya era reconocido por sus cualidades sobrenaturales. Los emperadores le prestaron su apoyo. Inari protegió las cosechas de sus súbditos. Realizaban la misma peregrinación que efectuamos nosotros, se purificaban, honraban al espíritu.

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