Empezamos a ascender por el
interior de la galería que estaba rodeada por un bosque denso. Quizá mereciera
más atención, pero los toriis
absorbían nuestra mente. El fondo producía un efecto embudo, como una fuga al
infinito, hacia otro mundo: el de los kamis.
La vista jugaba con esa forma
geométrica única que se repetía, que se superponía y daba un curioso cuadro. Al
dar la vuelta, aparecían las inscripciones de los donantes. Sólo se veían si
tomabas el camino de regreso, si retornabas al mundo humano. En la orientación
hacia el mundo divino no era necesario mensaje alguno.
El camino procesional fue
provocando un juego de luces y sombras conforme avanzaba la noche. Las sombras
tomaron protagonismo y fuera del ámbito bermellón el bosque se teñía de
misterio. La naturaleza se replegaba en la penumbra. Como diría Basho:
El cucú
Un
bosque de bambú
Filtra
la luna.
Quizá antes de que se fundara el
santuario en 711 y se trasladara aquí en 816 el lugar ya era reconocido por sus
cualidades sobrenaturales. Los emperadores le prestaron su apoyo. Inari
protegió las cosechas de sus súbditos. Realizaban la misma peregrinación que
efectuamos nosotros, se purificaban, honraban al espíritu.
Impresionante
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