Las montañas del norte, los
Alpes japoneses, nos habían atraído al organizar el viaje por su magia y su
hermosura. Hasta entonces, la hermosura había sido principalmente urbana,
aunque nuestras incursiones en la montaña y el bosque de Nikko, o en los
templos de las montañas que rodeaban Kioto o la isla de Miyajima nos habían
procurado paisajes donde predominaba la naturaleza. Era el momento de dirigirse
hacia el norte para consolidar nuestra percepción del mundo rural y, sobre
todo, del mundo mágico habitado por los espíritus. "Al contacto mágico de
lo bello-escribió Okakura Kakuzo- despiertan las cuerdas secretas de nuestro
ser y en respuesta a su llamamiento vibramos y temblamos".
El tren para Takayama salía a
las 8.31 de la mañana, lo que nos obligó a madrugar. A las 6.30 estábamos
arriba preparando nuestras maletas. Sentimos una punzada de dolor al abandonar
Kioto. Nuestra esperanza se cifraba en otro viaje que nos permitiera
profundizar en sus bellezas.
Nos entretuvimos en la estación
con la frecuencia y eficacia de los trenes, especialmente Javier, que tomaba
nota mentalmente de los movimientos y las maniobras, de la entrada de un convoy
que arrojaba su carga humana, recogía otra nueva, se producía una momentánea confusión
y continuaba con su realidad cíclica. Había fugacidad en todo el proceso y una
admiración por algo efímero: el ritual ferroviario.
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