Tras caminar por las calles de
Gion tomé la calle Shojo hasta el templo de Yasaka, muy animado a esa hora. La
puerta que daba a la calle era de rojo bermellón. Era un templo sintoísta que
se remontaba al 656. Entre 1.871 y 1.946 fue designado como uno de los templos
que contaba con el apoyo del gobierno.
Su popularidad se manifestaba en
la afluencia de gente, principalmente familias con niños pequeños que acudían a
pasar la tarde. Muchos vestían de forma tradicional (el alquiler de kimonos
funcionaba a la perfección) con lo que busqué un lugar con buena y amplia
visión y me entretuve en observar a esos visitantes que formulaban plegarias y
peticiones, colgaban papeles o tablillas en los lugares establecidos, hacían
reverencias, juntaban las manos y daban palmadas en un ritual que ya me era
habitual pero que aún me atraía. Compartía la opinión de un viajero alemán del
siglo XVII, Engelberg Kaempfer:
"Los
japoneses profesan un gran respeto y veneración por sus dioses y los adoran de
muy diferentes maneras. Creo que puedo afirmar que en la práctica de la virtud,
en la pureza de vida, en su devoción externa, superan con creces a los
cristianos. Cuidan de la salvación de sus almas, son escrupulosos en la
expiación de sus delitos y ansían en extremo la felicidad futura... Sus leyes y
constitución son excelentes y estrictamente observadas. El castigo cae sin
piedad sobre el que las transgrede".
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