El jardín del sonido de la
marea, Cho-on-tei, acogía tres rocas
de cierto tamaño que representaban a buda y a dos monjes zen meditando en un
mar de verdor y a la sombra de los árboles. Su sencillez era absoluta y quizá
ello permitía una mejor concentración. Las galerías abiertas ponían la
sensación de espacio.
Dos jóvenes guapas y estilosas
se ofrecieron a fotografiarme y a que las fotografiara con sus amplias
sonrisas. Los japoneses no ofrecían reticencias a que les fotografiáramos. Para
ellos era casi un homenaje.
En la parte exterior, un pequeño
pabellón invitaba a visitarlo por el sencillo camino de piedrecitas blancas rastrilladas
con una geometría exacta. Desde él pasé a otro jardín de rocas que seguía el
diseño del círculo, el triángulo y el cuadrado de los trabajos caligráficos de
Senagi Gibon. Se consideraba que todas las cosas del universo estaban
representadas en una de estas tres figuras. Seguía un esquema similar al de
Ryoanji. Me senté a jugar mentalmente con las figuras, relajé mis pensamientos,
abrí los ojos y dejé la vista vagar sin un objetivo concreto.
Un mar donde las ondulaciones
geométricas simulaban las olas acogía varias islas cercanas al muro. Dejé la
mente sobre ese mar en calma, sobre las rocas enhiestas, la vacié de
pensamientos. Buscaba inútilmente una explicación a esas formas. Mis compañeros
en la plataforma de madera se mostraban más relajados.
Crucé al otro edificio, el Hatto, el principal, de dos pisos con
los acostumbrados tejados de esquinas dobladas hacia el cielo. En el interior
estaba la dorada figura de buda. En el techo, dos dragones entrelazados, de una
imaginación sorprendente. El altar era sencillo y solemne, por lo que me
entretuve más con las travesuras de los dragones, uno con la boca abierta y
otro algo compungido. ¡Qué habrían hecho en la soledad del santuario!
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