De regreso, en las afueras de
Kioto, aún quedaba una sorpresa: el santuario Fushimi Inari.
Tomamos el tren local, el que
paraba en todas las estaciones. Fuimos acompañados por una pareja de recién
casados españoles con los que charlamos durante el trayecto. Aprovechamos
también para descansar. La tarde progresaba demasiado rápido y temíamos que la
noche entrara antes de visitar el templo. Sin embargo, la penumbra fue uno de
los atractivos que nos acompañó.
Los espíritus nos dieron la
bienvenida al otro lado del primer torii.
No los veíamos pero los notábamos en el ambiente. Al entrar en terreno sagrado
se percibía algo especial.
La primera explanada, casi al
salir de la estación, estaba iluminada por un bonito sol de la tarde, cálido,
suave. Al chocar contra el rojo bermellón que dominaba el santuario sintoísta
resaltaba las formas de la madera, de los salones, de las estructuras, de las
lámparas.
Fushimi Inari-Taisha estaba
dedicado a la diosa Inari, diosa de la fertilidad, la agricultura, el arroz,
los zorros, la industria y el éxito. Sin duda, una divinidad popular entre los
nipones que se aprestaban a ganar su simpatía con ofrendas. Comerciantes y
artesanos, hombres de negocios o familias le rendían pleitesía para obtener
prosperidad.
Las ofrendas se habían
materializado en un millón trescientos mil toriis
que se sucedían en la montaña formando una galería de 4 kilómetros, algo
espectacular y con un significado más trascendental que el puramente numérico.
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