Sin embargo, esa paz había sido
violada por los recuerdos militares, como nuevamente apuntaba Blasco Ibáñez:
“en el interior de este edificio dedicado a la paz se tropieza inmediatamente
con recuerdos de guerra y peligrosas vanidades del patriotismo. Muchos soldados
de la contienda ruso-japonesa dejaron aquí sus cucharas como un homenaje a la
divinidad. En las paredes hay pinturas algo primitivas, representando las
principales batallas navales de la citada guerra, y el ingenuo artista se
complació en detallar el efecto mortal de los tremendos cañonazos". No
contemplamos nada de ello ni encontramos otras referencias. Quizá tras la
Segunda Guerra Mundial esos símbolos habían sido desterrados y eran sólo una
referencia del pasado.
No pudimos subir a lo alto del
monte por el teleférico pero pudimos caminar por el entorno que integraba
santuario y naturaleza. A cada lugar donde dirigir la vista comprobamos que uno
y otro se complementaban en una perfecta simbiosis.
Y como ocurre con los lugares
maravillosos, abandonar el santuario de Itsukushima casi nos costó las
lágrimas. Por una calle repleta de tiendas regresamos al muelle y realizamos el
trayecto en sentido inverso. En ese breve viaje recordé un haiku de Sogi:
Cae la
luna
Y es
rauda la marea:
Mar de
verano.
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