Nada más bajar se nos acercaron
los mensajeros de los dioses en forma de cervatillos. Buscaban comida, alguna
caricia y quizá un poco de protagonismo. Eran capaces de comerse los planos al
menor despiste. Alguna escena graciosa tuvo lugar por la intervención de estos
animales.
No había demasiada gente aunque
toda ella sobraba para conectar mejor con el lugar. Ya no regía la prohibición
sobre todo lo que representara la vida moderna. El espíritu mercantil se había
apoderado de ese primer tramo de la peregrinación. Quienes habían pernoctado en
la isla alababan que al anochecer, libre de turistas, visitantes y peregrinos,
el lugar recobraba la paz que le permitía liberar su energía y embrujar a los
privilegiados que aún permanecían en ella. Abstrayéndose un poco se alcanzaba
un goce del lugar impresionante.
El templo estaba construido
sobre el agua para venerar a la diosa del mar. Las mareas alcanzaban las bases
de sus columnas o se retiraban y dejaban un recuerdo mojado sobre la arena. La
diosa estaba en contacto con su templo.
Las estructuras eran sencillas.
Una parte era sólo accesible para los dioses y para los sacerdotes. El público
caminaba por otros salones, por los pasillos que daban al mar y al torii, a la costa cercana, a un paisaje
hipnotizador. No es de extrañar que siempre contara con el favor de
emperadores, nobles y potentados, que lo habían colmado de donaciones.
Muy bomito no le vimos nosotros
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