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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 101. Miyajima III

 


Nada más bajar se nos acercaron los mensajeros de los dioses en forma de cervatillos. Buscaban comida, alguna caricia y quizá un poco de protagonismo. Eran capaces de comerse los planos al menor despiste. Alguna escena graciosa tuvo lugar por la intervención de estos animales.

No había demasiada gente aunque toda ella sobraba para conectar mejor con el lugar. Ya no regía la prohibición sobre todo lo que representara la vida moderna. El espíritu mercantil se había apoderado de ese primer tramo de la peregrinación. Quienes habían pernoctado en la isla alababan que al anochecer, libre de turistas, visitantes y peregrinos, el lugar recobraba la paz que le permitía liberar su energía y embrujar a los privilegiados que aún permanecían en ella. Abstrayéndose un poco se alcanzaba un goce del lugar impresionante.



El templo estaba construido sobre el agua para venerar a la diosa del mar. Las mareas alcanzaban las bases de sus columnas o se retiraban y dejaban un recuerdo mojado sobre la arena. La diosa estaba en contacto con su templo.

Las estructuras eran sencillas. Una parte era sólo accesible para los dioses y para los sacerdotes. El público caminaba por otros salones, por los pasillos que daban al mar y al torii, a la costa cercana, a un paisaje hipnotizador. No es de extrañar que siempre contara con el favor de emperadores, nobles y potentados, que lo habían colmado de donaciones.



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