El mundo
es rocío,
el mundo
lo es,
pero…
Tan rápido como desaparece el
rocío del haiku de Issa tras el
amanecer desapareció la ciudad de Hiroshima en una mañana de agosto de 1945. El
piloto de combate Takeo Tagata describe así lo que encontró al pasar por la
ciudad pocos días después de la catástrofe:
“La
ciudad estaba en silencio, tampoco se oyeron sirenas de alarma. Pero teníamos
delante un escenario de destrucción. La estructura de la estación había
desaparecido casi completamente. Vi columnas retorcidas. Había escombros por
todas partes. En lugar del techo de acero de la estación, se veían andenes de
hormigón desnudos. Los vagones estaban boca arriba…
…Hasta
donde alcanzaba mi vista, Hiroshima estaba completamente aplastada bajo el
brillante sol de la mañana. El castillo había desaparecido, y sólo quedaban las
murallas. Por todas partes vi cadáveres, incluso de niños. Era un espectáculo
increíble: cientos de cadáveres. El hedor de cuerpos descomponiéndose era
insoportable.
Los
pasajeros que habían salido del tren se quedaron anonadados. Muchos negaban con
la cabeza, como si estuvieran delante del infierno. Muchos expresaron
repugnancia ante esta atrocidad incalificable. La gente lloraba a gritos, sin
preocuparse de enjugarse las lágrimas. Pensé: ¡qué enorme pecado ha cometido el
hombre! Mi consternación era aún mayor porque me habían dicho que el Ejército
del Aire japonés seguía a rajatabla la norma de no atacar objetivos civiles.[1]
Los antiaéreos de la ciudad
detectaron a Enola Gay aunque volaba demasiado alto y en solitario por lo que
no activaron la alarma. Quizá tampoco hubiera servido para nada ya que los
refugios antiaéreos no estaban preparados para una destrucción tan inmensa.
La bomba estalló a 800 metros
del suelo y eso acrecentó su efecto devastador. De haber chocado contra el
suelo hubiera producido un impresionante cráter pero hubiera atenuado las
consecuencias.
Si sirviera para remover las
conciencias y que nunca más se produjera esta catástrofe, para algo habría
servido.
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