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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 96. Himeji IV

 


La fortaleza era una sucesión de trampas. El sufrido turista seguía las indicaciones para entrar en ella pero el soldado dudaba: a dónde dirigirse. Porque le esperaban los tres demonios, tres aparentes rutas de asalto de las que sólo una era válida. Las otras dos llevaban a emboscadas donde eran presa fácil. Siempre he pensado que la mejor forma de tomar un castillo era mediante el asedio y la traición tras un tiempo prudencial de hacer sufrir a los que estaban dentro padeciendo hambre, sed y bombardeos. Con el peligro de que llegaran refuerzos en cualquier momento.

Al asaltante le esperaba un laberinto que cambiaba de dirección los accesos, reducía los pasillos y causaba embotellamientos en unas puertas fortificadas estrechas y bajas. Desde todas partes llegarían tiros de mosquete, piedras, flechas o cualquier otro elemento que pudiera causar la muerte. Los cadáveres podían llegar a constituir una barricada en favor de los defensores. Vueltas, revueltas y callejones sin salida.

Levantar una edificación de estas características exigía un gran esfuerzo humano y económico. Llegó a escasear la piedra. Cuenta una leyenda que el señor del castillo hizo un llamamiento a la población y que una anciana molinera entregó la piedra de su molino. Lo que sí estaba documentado era la utilización de lápidas y estelas y todo tipo de piedra, cualquiera que fuera su origen.

Sobre esa base de piedra, el resto de las estructuras eran de madera, lo que podría dar lugar a virulentos incendios. El recubrimiento blanco que tan característico hacía el edificio tenía por objeto retardar el efecto del fuego. El estanque interior alojaba agua para sofocar esos posibles incendios.

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