La fortaleza era una sucesión de
trampas. El sufrido turista seguía las indicaciones para entrar en ella pero el
soldado dudaba: a dónde dirigirse. Porque le esperaban los tres demonios, tres
aparentes rutas de asalto de las que sólo una era válida. Las otras dos
llevaban a emboscadas donde eran presa fácil. Siempre he pensado que la mejor
forma de tomar un castillo era mediante el asedio y la traición tras un tiempo
prudencial de hacer sufrir a los que estaban dentro padeciendo hambre, sed y
bombardeos. Con el peligro de que llegaran refuerzos en cualquier momento.
Al asaltante le esperaba un
laberinto que cambiaba de dirección los accesos, reducía los pasillos y causaba
embotellamientos en unas puertas fortificadas estrechas y bajas. Desde todas
partes llegarían tiros de mosquete, piedras, flechas o cualquier otro elemento
que pudiera causar la muerte. Los cadáveres podían llegar a constituir una
barricada en favor de los defensores. Vueltas, revueltas y callejones sin
salida.
Levantar una edificación de
estas características exigía un gran esfuerzo humano y económico. Llegó a
escasear la piedra. Cuenta una leyenda que el señor del castillo hizo un
llamamiento a la población y que una anciana molinera entregó la piedra de su
molino. Lo que sí estaba documentado era la utilización de lápidas y estelas y
todo tipo de piedra, cualquiera que fuera su origen.
Sobre esa base de piedra, el
resto de las estructuras eran de madera, lo que podría dar lugar a virulentos
incendios. El recubrimiento blanco que tan característico hacía el edificio
tenía por objeto retardar el efecto del fuego. El estanque interior alojaba
agua para sofocar esos posibles incendios.
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