Quizá ése fuera el mejor lugar
para contemplar el complejo. La forma de los tejados y el color blanco que
imperaba en sus muros simulaban una bandada de garzas blancas en vuelo. Porque
quedaba en una posición preeminente, la que le otorgaba la colina Himeyama, de
45 metros, los cimientos de piedra y los espigados seis pisos de la torre
principal. Los árboles tapaban parcialmente la base de piedra y acrecentaban
ese efecto. Impresionaba. Era una mole aunque no daba sensación de pesadez.
Ahora entiendo a mi primo Luis
Alberto, experto viajero, cuando me comentó que el verano no era el mejor
momento para visitar Japón. No era por la mucha gente, consecuencia de las
vacaciones. En esa época te perdías la floración de los cerezos de primavera, o
el cambio de color de las hojas de los árboles, propio del otoño. Además, en la
segunda quincena de agosto habían concluido los festivales principales,
abundantes en julio y hasta mediados de agosto.
Pero el principal inconveniente
lo marcaba el tiempo. Mi amigo Ángel ya me advirtió que me preparara para el
intenso calor y la humedad agobiante. La piel de brazos y cara quedaba
chamuscada al final de cada día. Lo malo es que eran las nueve y media de la
mañana y el efecto era insoportable, como si ya nos hubieran arrojado desde los
muros aceite hirviendo. La masa de gente aumentaba el efecto y el interior, sin
aire acondicionado, ponía a prueba a esos asaltantes pacíficos de fin de
semana. No había piedad para los invasores.
Esa aparente diadema blanca que
lucían en esa época muchos japoneses era, realmente, una simple toalla anudada
a la frente con la que paraban el flujo continuo de sudor hacia los ojos (como
habíamos apreciado en el mercado de pescado). Llevar una toalla para secarse el
sudor era una costumbre y no quedaba paleto u ordinario. Era una necesidad
práctica. Si lo probabas no te arrepentías.
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