El 6 de agosto de 1945, Estados
Unidos lanzó la primera bomba atómica sobre Hiroshima. Tres días después, una
segunda sobre Nagasaki.
En Hiroshima murieron de forma
inmediata 80.000 personas y otras 60.000 en los meses siguientes a consecuencia
de las importantes lesiones sufridas. Unos 183.000 hibakusha o supervivientes siguen vivos. Su edad media es de 80
años.
El efecto fue la rendición. En
el edicto imperial de la rendición se reseñaba esa circunstancia:
“El
enemigo, además, ha comenzado a utilizar una nueva bomba sumamente cruel, cuya
capacidad de daño es ciertamente incalculable, cobrándose la vida de muchos
inocentes. De seguir luchando, no sólo se produciría el hundimiento definitivo
y la aniquilación de la nación japonesa, sino que también se extinguiría
completamente la civilización humana”.
La potencia de aquella primera
bomba, según escribía el periódico ABC de la época, era dos mil veces superior
a la bomba británica "revienta manzanas", de 10.000 kilos, la de
mayor potencia hasta entonces. "En la declaración, remitida por la agencia
EFE el día seis desde Washington, se subrayaba que la bomba atómica abría
"una nueva etapa revolucionaria en la ciencia de destrucción".
Parecían vanagloriarse de esa salvajada, cuando lo que debía abrir era un
periodo de reflexión para que ello no volviera a repetirse.
La necesidad de arrojar esas
bombas ha sido motivo de discusión y siempre quedará la duda de si esas 300.000
víctimas ahorraron otras muchas o fue una bravuconada que se hubiera podido
evitar. Para Estados Unidos, que nunca se disculpó por esa matanza, ahorró muchas
vidas americanas. La guerra se acortó y no hubo que conquistar cada palmo de
tierra japonesa a unas tropas que estaban dispuestas a defender su territorio
hasta la muerte y que consideraban la rendición un deshonor. Pero ya en
aquellos momentos las negociaciones para la rendición estaban bastante
avanzadas. Quizá marcaban el terreno para el nuevo enemigo, la URSS, y lanzaban
un aviso para la posterior Guerra Fría.[1]
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