Hay destinos que exigen grandes
sacrificios. En la vida del viajero se suelen traducir en un buen madrugón que
le dejará marcado para esa jornada y las venideras. Pero los viajeros son
fuertes e intrépidos y despertarse a las 6:15 es un reto a su nivel. Cierto rechazo
se aprecia en el desayuno silencioso, en la preparación de la mochila, en los
primeros movimientos.
En la calle apenas había
movimiento. No hubo problemas para conseguir un taxi y plantarse en la estación
y en los andenes del Shinkansen rumbo a Osaka y Himeji.
No presté demasiada atención al
paisaje (mis compañeros dormían plácidamente), esencialmente urbano, al paso de
Osaka y a lo que ofreció la hora de viaje. Escribí un rato, tomé unas notas,
rechacé una cabezada profunda y antes de que pudiéramos darnos cuenta nos
apeamos en Himeji acompañados de un buen grupo de turistas con el mismo
itinerario que el nuestro y a los que nos encontramos varias veces en la
jornada. La visita del castillo no defraudaría a nadie.
El castillo de la Garza Blanca, como
se denominaba al castillo mejor conservado de Japón, se divisaba desde lejos.
Una avenida amplia comunicaba la estación de tren con la fortaleza y le servía
a modo de senda del homenaje. Nuestro desfile fue amenizado por varias
esculturas sobre la acera, las tiendas y los edificios de una ciudad moderna.
Los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial la arrasaron mientras que el
castillo apenas sufrió daños.
La ciudad había ocupado un lugar
estratégico en la ruta hacia las provincias occidentales que había que
proteger. Ya hubo un castillo en el siglo XIV pero hubo que esperar al siglo
XVI y al proceso de unificación del país iniciado por Nobunaga, continuado por
Hideyoshi y culminado por Ieyasu para la construcción definitiva.
Tras la conquista en 1.580 por
Hideyoshi, éste mandó construir un fuerte pero fue Ieyasu, quien entregó la
plaza a su yerno Ikeda Terumasa, el que comenzó la edificación que se observa
en la actualidad.
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