El templo estaba engalanado para
un festival. Faroles de papel colgaban en el patio y un pequeño ejército de
voluntarios limpiaba los salones, ordenaba el jardín y se preocupaba de que
todo estuviera en orden.
Uno de los edificios que había
sobrevivido era el Hondo o salón
principal. Nos descalzamos, subimos los escalones de madera y penetramos en el
interior. Varias estatuas de buda adornaban el centro, el lugar más sagrado. Un
monje se afanaba en situar en el lugar preciso cada uno de los objetos.
Me desplacé hacia la parte
trasera y observé un mandala muy atractivo. Continué rodeando el interior antes
de sentarme un momento junto con mis compañeros para descansar y admirar el
salón.
A la espalda estaba el Zenshitsu
o salón de meditación. Los dos pabellones habían sido muy remodelados en la
época Kamakura (siglos XII a XIV). En otra de las estancias se desplegaba un
pequeño museo con varias esculturas y la reproducción de la pagoda que en su
día superaba a la de Kofukuji.
En el jardín nos llamaron la
atención muchas lápidas, todas bien cuidadas, algunas con alimentos recientes.
Una persona iba poniendo platillos de barro que otra persona rellenaba de
aceite. En el momento en que se iluminaran esas sencillas lámparas el efecto
sería hermoso.
Quizá estaban preparando el Bon, (Obon u O-bon) la fiesta de
difuntos. En ella se honraba a los espíritus de los antepasados. Para esa cita
de origen budista se limpiaban las tumbas y se depositaban alimentos y bebidas
ante ellas. Tres días más tarde, se quemaban unos caballos de paja y, sobre su
humo, se elevaban las almas para alcanzar su morada en el otro mundo. Lo que no
cuadraban eran las fechas. Era habitual celebrarlo entre el 13 y el 15 de
agosto. Podría ser el Kyu Bon, que se
celebraba el 15 del séptimo mes lunar, con lo que variaría en el calendario
solar o gregoriano. También entraba en lo razonable que aquí hubieran adaptado
la fecha.
Atravesamos Naramachi, buscamos
una avenida comercial y fuimos caminando hasta la estación de tren.
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