Para concluir la tarde nos
acercamos a la calle Teramachi, que habíamos atravesado hacia el palacio
imperial. Era una de esas calles tranquilas y de elegantes y buenos comercios.
Regresamos a una tienda que ofrecía libros, estampas, litografías, libros de
cuentas o lo que parecían comics de época antigua, textos con ilustraciones. No
alcanzaba a ser una librería de libros antiguos, aunque ofrecían algunos bien
conservados. Quizá en otro tiempo fue una imprenta. Varios rollos estaban
desplegados en las paredes y competían con pinturas clásicas.
El dueño era un señor mayor que
se comunicaba con nosotros de la mejor forma posible y que intervino poco en
nuestras decisiones. Le acompañaba el que quizá fuera su nieto y heredero del
negocio, Koji. Fue ofreciendo magníficos ejemplos de caligrafía japonesa,
realmente exquisitos. Atesoraba obras magníficas a unos precios fuera de
nuestro alcance. Sin embargo, todos encontramos un recuerdo para colgar en los
muros de casa o para regalar a amigos o a la familia.
Casi enfrente se desplegaba otra
tienda de objetos variados. Calificarlo de anticuario era también excesivo. Por
toda la tienda pululaban objetos de los más variados usos, desde ábacos hasta
teteras de porcelana, máscaras, cuencos, cajas de laca, figuritas y pequeños
detalles. Arturo unió a su colección un nuevo ábaco y yo una pequeña tetera.
Parecía que sería imposible
avanzar: nos metíamos en todas las tiendas.
Saltamos hasta la galería
cubierta cercana al hotel y compramos té en Lupicia, una tienda especializada
en este producto. El flujo de compradores ya había descendido.
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