Comimos en un pequeño
restaurante junto al lago Sarusawaike. Realmente era una casa tradicional que
había quedado aislada en ese ámbito. Tomamos teishoku, un menú formado por un plato principal acompañado de sopa
de miso, arroz blanco, ensalada y verduras encurtidas denominadas tsukemono. “Cuando sostengo un cuenco de
sopa-escribió Yunichiro Tanizaki-, nada me resulta más agradable que la
sensación de pesadez líquida, de vívida tibieza que experimenta mi palma. Es
una impresión análoga a la que produce al tacto la carne elástica de un recién
nacido”. Nunca me hubiera imaginado que hubiera tanto en un simple cuenco de
sopa. En adelante estuve más atento a sus sensaciones.
Nos entretuvimos durante la
comida en observar a la gente que paseaba por las orillas. El lago atraía a
varios pintores de avanzada edad que desplegaban sus caballetes para plasmar la
pagoda que sobresalía por encima de los árboles. Era un paisaje urbano, hermoso
y acogedor, un lugar donde poder dejar la mirada vagar.
Al sur del lago se encontraba un
barrio tranquilo de casas bajas tradicionales, pequeñas tiendas de artesanía,
restaurantes y acogedores ryokanes.
Era el barrio Naramachi.
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