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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 113. Nara VII. Todaiji.

 


Entramos por la gran puerta del Sur, Nandaimon. Los dos guardianes encerrados en los nichos laterales no tenían cara de muchos amigos. Siempre con aspecto terrorífico para ahuyentar a los malvados.

Desde la entrada se abría un amplio espacio hasta el salón que acogía al Gran Buda, el Daibutsuden. Aunque en la actualidad medía un tercio menos del original aún seguía siendo la estructura de madera más grande del mundo. Era imponente.

La estatua del Gran Buda era Vairocana, el Buda del Sol Cósmico que se creía que estaba sentado en el centro de todos los universos y se proyectaba a sí mismo en la forma de innumerables budas que se manifestaban en diversas épocas, lugares y mundos. Medía 15 metros y pesaba 450 toneladas. Fue en su época el buda de bronce más grande del mundo.



Tanto el edificio como la escultura habían sufrido la destrucción de terremotos, incendios y guerras. Siempre hubo quien se preocupara por su reconstrucción.

La mano derecha se alzaba para instar a no tener miedo. La izquierda se abría en gesto de humildad. A su espalda, una aureola dorada con varios budas sentados. A los lados, Kannon, la diosa de la Misericordia de los mil brazos, y a la izquierda, el buda Yakushi. Dos nuevos guerreros protectores se encargaban de poner orden.

La gente se arracimaba ante la gran estatua. Después, iniciaba una pequeña procesión que rodeaba las figuras hasta la parte trasera. Un pilar mostraba un agujero en la base. Se decía en una leyenda que quien lograra atravesarlo alcanzaría la Iluminación. Los niños lo conseguían sin problemas.

Dedicamos bastante tiempo a este templo. Tenía algo más que grandiosidad. Ni siquiera el bullicio de los visitantes podía quitarle su espíritu.

 

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