Una senda unía los templos y
atravesaba una amplia zona de hierba perfecta que cuidaban los ciervos. El
paseo era agradable y lo animaban las flores blancas y rosas. El calor aún nos
respetaba.
Al acercarse a la montaña, el
bosque ganaba en espesura y se poblaba de pequeños santuarios rojos sencillos y
solemnes. Nos preguntábamos si pertenecían a un templo mayor o simplemente
habían sido edificados a la memoria de alguien, para que una familia tuviera su
propio lugar para elevar las plegarias. Era hermoso caminar entre rocas y
gruesas raíces que asomaban del suelo, un espectáculo de cuento de hadas.
El santuario Tamukeyama
Hachimangu se construyó en 749 para defender el templo Todaiji. Se escindió de
éste en la época Meiji, que obligó a separar los templos budistas de los
santuarios sintoístas. El interior de su sala de adoración era sencillo y
acogedor. El resto de las dependencias se desperdigaban en una zona llana del
nacimiento de la montaña.
Era habitual encontrar templos
budistas cerca de santuarios sintoístas. “Ya en el siglo IX, muchos de los kami venerados en los santuarios se
habían convertido en los guardianes de los templos budistas”-escribió Sokyo
Ono-. “En los siglos posteriores, cada división principal del budismo
desarrolló su correspondiente variedad sintoísta, aquella que mejor se adaptaba
a sus doctrinas religiosas”.[1]
El visitante podía quedar confundido por esa fusión, por el sincretismo que se
intentó quebrar en la época Meiji.
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