Kasuga estaba incrustado en el
bosque y la montaña, como muchos otros templos importantes. El bosque le
preservaba de la indiscreción, le hacía casi invisible, le dotaba del
recogimiento necesario para que sus monjes o sus feligreses se entregaran a la
meditación y la oración. La montaña les acercaba a los dioses. El templo no
competía con la naturaleza. Se producía una simbiosis en que ambos mejoraban.
Cruzando la puerta Daishi-mon accedimos a la zona
principal. Dos monjas (o quizá las hijas de alguno de los sacerdotes) barrían
el suelo. Un grupo de peregrinos avanzaba compacto. No había apreturas. Vagamos
por sus corredores rojo bermellón, que a nosotros nos parecían naranja oscuro.
Entre cada columna dormían las lámparas metálicas. La galería que rodeaba el Honden, el santuario interior, ayudaba
al silencio y el recogimiento. Nos acercamos hasta los cuatro santuarios del
interior consagrados a los Fujiwara.
En uno de los salones, una
sacerdotisa y un sacerdote ataviados para una ceremonia esperaban inmóviles. El
movimiento de los visitantes no les desconcentraba. No se alteraban por ser
fotografiados.
Penetramos en un salón
semioscuro. Las lámparas provocaban una luz insuficiente, resaltaban la sombra,
aumentaba el misterio que esperaba al fondo de la estancia.
Pocos días antes de nuestra
visita se había celebrado el Obon Mantoro (los días 14 y 15 de agosto) y se
habían iluminado las linternas en un espectáculo inolvidable que se repetía en
febrero en el festival Setsubun Mantoro. El 13 de marzo se celebraba el Kasuga
Matsuri, el festival del Mono, con unas peculiares danzas.
Nos infiltramos por el bosque
del sagrado monte Mikasa. Nos acompañaban las linternas de piedra y los
santuarios. Caminamos hasta Wakamiya y Sarake, dos pabellones solitarios. Lo
hicimos en silencio. Como escribió Basho:
A la
intemperie,
se va infiltrando
el viento
hasta mi
alma.
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