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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 110. Nara IV. Kasuga Taisha II.

 


Kasuga estaba incrustado en el bosque y la montaña, como muchos otros templos importantes. El bosque le preservaba de la indiscreción, le hacía casi invisible, le dotaba del recogimiento necesario para que sus monjes o sus feligreses se entregaran a la meditación y la oración. La montaña les acercaba a los dioses. El templo no competía con la naturaleza. Se producía una simbiosis en que ambos mejoraban.

Cruzando la puerta Daishi-mon accedimos a la zona principal. Dos monjas (o quizá las hijas de alguno de los sacerdotes) barrían el suelo. Un grupo de peregrinos avanzaba compacto. No había apreturas. Vagamos por sus corredores rojo bermellón, que a nosotros nos parecían naranja oscuro. Entre cada columna dormían las lámparas metálicas. La galería que rodeaba el Honden, el santuario interior, ayudaba al silencio y el recogimiento. Nos acercamos hasta los cuatro santuarios del interior consagrados a los Fujiwara.



En uno de los salones, una sacerdotisa y un sacerdote ataviados para una ceremonia esperaban inmóviles. El movimiento de los visitantes no les desconcentraba. No se alteraban por ser fotografiados.

Penetramos en un salón semioscuro. Las lámparas provocaban una luz insuficiente, resaltaban la sombra, aumentaba el misterio que esperaba al fondo de la estancia.

Pocos días antes de nuestra visita se había celebrado el Obon Mantoro (los días 14 y 15 de agosto) y se habían iluminado las linternas en un espectáculo inolvidable que se repetía en febrero en el festival Setsubun Mantoro. El 13 de marzo se celebraba el Kasuga Matsuri, el festival del Mono, con unas peculiares danzas.

Nos infiltramos por el bosque del sagrado monte Mikasa. Nos acompañaban las linternas de piedra y los santuarios. Caminamos hasta Wakamiya y Sarake, dos pabellones solitarios. Lo hicimos en silencio. Como escribió Basho:

A la intemperie,

se va infiltrando el viento

hasta mi alma.

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