El barco nos fue acercando a la
isla. Realmente, la estela del mismo era el camino procesional que precedía el
lugar sagrado. Aunque se iban agrandando las dependencias del santuario, los
detalles de la cinta de costa, algún otro barco, lo que absorbía la atención
era el torii, la puerta ceremonial en
rojo sintoísta que parecía flotar en el mar. Esa imagen no tenía competencia
con ninguna otra y era la razón de nuestro desplazamiento hasta allí. Aunque
había mucho más.
“Los antiguos japoneses-escribió
Blasco Ibáñez-quisieron hacer de este pedazo de tierra un modelo de lo que
sería la vida humana si no existiera el dolor, la muerte y la necesidad de
trabajar para comer”. Era el lugar de la paz inalterable que convertía la isla
en paraíso. Esa idea había llevado en el pasado (hasta aproximadamente la
década de 1870, según el escritor) a prohibir nacer o morir en la isla y
conservar esa paz idealizada. Los habitantes debían cruzar a tierra firme para
dar a luz o para su último suspiro.[1]
Los santuarios sintoístas
siempre eran ejemplos de simplicidad. Eran los kamis, los espíritus, los que envolvían el lugar y lo transformaban
en un lugar de peregrinación y culto. Por eso eran tan atrayentes hacia las
leyendas y los mitos. La isla era un lugar sagrado ancestral. Miyajima era
sacralidad en el mar. Su nombre significaba isla santuario.
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