En el primer planteamiento del
viaje dedicábamos dos días a Hiroshima. Posteriormente, nos convencieron de que
quizá fuera excesivo. Al final, sustituimos Hiroshima por las montañas pero nos
negábamos a renunciar a una ciudad con dos lugares de muy especial significado:
el santuario sintoísta de Miyajima y el parque de la Paz. Kioto tuvo que ceder
una jornada para acoplarlo todo.
Miyajima estaba a unos 50
kilómetros de Hiroshima. Traducido a tiempo, era media hora de trayecto desde
la estación del Shinkansen hasta Miyajimaguchi. En ese trayecto tuvimos
conciencia de que Hiroshima estaba emplazada sobre un delta, por lo que
atravesamos varios brazos del río por puentes. Hacia el interior, colinas
llenas de árboles. Hacia el mar, una hermosa bahía. La isla que la protegía del
Mar Interior era nuestro destino. En la línea de costa, se alzaba un barrio de
casas de dos alturas, como las que habíamos visto tantas veces al salir de los
núcleos verticales de las ciudades. No eran muy interesantes, estaban
descoordinadas pero el entorno merecía la pena como residencia o segunda
residencia para descansar.
Desde la estación hasta el ferry
caminamos unos cientos de metros por un lugar de aspecto turístico. Mientras
esperábamos el barco estudiamos la línea más lejana del horizonte a ambos
lados, el izquierdo más poblado que el derecho. El cielo era perfecto, de un
azul jugoso con algunas nubes que no daban la idea de querer caer en forma de
lluvia. La isla era una compacta masa verde de bosque con pequeñas pinceladas
de construcciones. Era la Arcadia japonesa, un templo vegetal dedicado a los
dioses, como escribiera Blasco Ibáñez en su visita de 1924.
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