La bajada nos permitió repasar
las vigas y las estancias, las puertas y las ventanas, los detalles de una
construcción especialmente singular. También los pozos o los almacenes de
provisiones o las cocinas y las letrinas de la planta baja. La organización era
propia de este país.
Aún nos quedaba el patio Oeste, Nishi-no-maru, que albergaba las
estancias de las damas y sus sirvientes. El jardín estaba cuidado y la galería
cubierta que comunicaba las habitaciones nos ponía en contacto con el mundo
femenino, el que completaba el cuadro de quienes vivieron en el recinto. Las
escenas cotidianas estaban reproducidas con maniquíes.
Nuevamente fuera, rodeamos el
foso y visitamos el jardín Nishi-oyashiki. Era un jardín japonés construido en
1.992 y que ocupaba parte de los restos arqueológicos de las residencias de los
samuráis, de los guerreros que prestaban sus servicios a los señores. Un foso
aún más externo defendió en su día ese espacio.
El lugar era un remanso de paz
con la elegancia de los jardines japoneses. El recuerdo militar se desvanecía.
A la sombra de los árboles, escuchando las cascadas o el rumor del agua de los
arroyos, el visitante se relajaba. Desde un pabellón te asomabas al estanque.
Cruzabas un puente y contemplabas las enormes carpas de colores jugar en las
aguas. Nos costó abandonarlo.
La comida en la avenida
principal nos permitió descansar y rehidratarnos. Nos sirvió, con un cariño
especial, una señora muy mayor. Era todo sonrisa.
Esta vez sí que cayó una
profunda siesta hasta Hiroshima.
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