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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 98. Himeji VI.

 


La bajada nos permitió repasar las vigas y las estancias, las puertas y las ventanas, los detalles de una construcción especialmente singular. También los pozos o los almacenes de provisiones o las cocinas y las letrinas de la planta baja. La organización era propia de este país.

Aún nos quedaba el patio Oeste, Nishi-no-maru, que albergaba las estancias de las damas y sus sirvientes. El jardín estaba cuidado y la galería cubierta que comunicaba las habitaciones nos ponía en contacto con el mundo femenino, el que completaba el cuadro de quienes vivieron en el recinto. Las escenas cotidianas estaban reproducidas con maniquíes.



Nuevamente fuera, rodeamos el foso y visitamos el jardín Nishi-oyashiki. Era un jardín japonés construido en 1.992 y que ocupaba parte de los restos arqueológicos de las residencias de los samuráis, de los guerreros que prestaban sus servicios a los señores. Un foso aún más externo defendió en su día ese espacio.

El lugar era un remanso de paz con la elegancia de los jardines japoneses. El recuerdo militar se desvanecía. A la sombra de los árboles, escuchando las cascadas o el rumor del agua de los arroyos, el visitante se relajaba. Desde un pabellón te asomabas al estanque. Cruzabas un puente y contemplabas las enormes carpas de colores jugar en las aguas. Nos costó abandonarlo.

La comida en la avenida principal nos permitió descansar y rehidratarnos. Nos sirvió, con un cariño especial, una señora muy mayor. Era todo sonrisa.

Esta vez sí que cayó una profunda siesta hasta Hiroshima.

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