El primer muro y foso con los
que topamos aún estaban lejos del palacio. Bordeamos por el este y entramos por
una abertura en la muralla frente a una iglesia. Más arriba se encontraba la
mezquita.
Las sucesivas defensas no
hubieran sido suficientes para rechazar el ataque de un disciplinado ejército.
Separaban pero no defendían. Nadie se hubiera atrevido a ir contra el emperador
ni siquiera en las épocas en que su poder era simbólico y el poder real era
ejercido por el shogun, su generalísimo de poder efectivo. Tanto aquel día como
el lunes siguiente observamos gente haciendo deporte o paseando, más bien
escasa, un coche de policía que patrullaba sin ninguna convicción y unas
avenidas amplias que dividían el bosque. Todo perfectamente cuidado.
Dimos algunas vueltas hasta
encontrar la entrada, de donde nos mandaron a la Oficina de la Casa Imperial,
donde solicitamos el pertinente permiso, otorgado para el lunes a las 10 de la
mañana.
El palacio tomaba significado
por lo que había sido en la historia de Japón y por ser el lugar donde aún se
entronizada a los emperadores. Su actividad oficial era limitada y sólo se
alteraba con la visita de algún personaje importante. Nuestra guía nos había
advertido de su relativo interés (no se visitaba el interior de los edificios y
éstos carecían de muebles) y ya Blasco Ibáñez los comparaba con unas lujosas y
enormes caballerizas de Inglaterra. A pesar de todo, era un privilegio
visitarlo.
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