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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 73. El palacio imperial de Kioto.


Aquel viernes nos levantamos pronto, a las ocho. Después de un gratificante desayuno comprobamos que el comercio en Kioto no madrugaba. Las tiendas estaban cerradas y muy pocas personas pasaban por las calles o por la galería cubierta por la que enfilamos hacia el Palacio Imperial, nuestro primer destino del día, aunque tuvimos que esperar hasta el lunes siguiente para visitar su interior.
Nos decepcionó un poco aquel paseo. Es cierto que atravesamos calles tranquilas y atractivas pero al salir a avenidas más amplias la uniformidad urbanística era algo caótica, como la observada desde la estación hasta nuestro hotel. Casas tradicionales se alternaban con otras de hormigón de dudosa estética.
Kioto se diseñó en el siglo VIII tomando como ejemplo las capitales chinas. En el centro de una cuadrícula, como su eje, estaba el palacio. Cumplía con los requisitos de estar rodeada de montañas por tres de sus lados y la cercanía de ríos y un lago. Su emplazamiento era de una singular belleza. La mano del hombre hizo el resto. Otras ciudades siguieron su ejemplo.
El Palacio Imperial llegó a tener 15 leguas de perímetro (según se leía), lo que equivalía a más de 82 kilómetros, una inmensidad en el centro de la ciudad. Abarcaba las dependencias del emperador y su séquito y bosques y lagos. Era una ciudad habitada por una corte de 40.000 personas que aislaba al soberano del pueblo para fomentar aún más el carácter divino del Mikado.

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