Aquel viernes nos levantamos
pronto, a las ocho. Después de un gratificante desayuno comprobamos que el
comercio en Kioto no madrugaba. Las tiendas estaban cerradas y muy pocas
personas pasaban por las calles o por la galería cubierta por la que enfilamos
hacia el Palacio Imperial, nuestro primer destino del día, aunque tuvimos que
esperar hasta el lunes siguiente para visitar su interior.
Nos decepcionó un poco aquel
paseo. Es cierto que atravesamos calles tranquilas y atractivas pero al salir a
avenidas más amplias la uniformidad urbanística era algo caótica, como la
observada desde la estación hasta nuestro hotel. Casas tradicionales se
alternaban con otras de hormigón de dudosa estética.
Kioto se diseñó en el siglo VIII
tomando como ejemplo las capitales chinas. En el centro de una cuadrícula, como
su eje, estaba el palacio. Cumplía con los requisitos de estar rodeada de
montañas por tres de sus lados y la cercanía de ríos y un lago. Su
emplazamiento era de una singular belleza. La mano del hombre hizo el resto.
Otras ciudades siguieron su ejemplo.
El Palacio Imperial llegó a
tener 15 leguas de perímetro (según se leía), lo que equivalía a más de 82
kilómetros, una inmensidad en el centro de la ciudad. Abarcaba las dependencias
del emperador y su séquito y bosques y lagos. Era una ciudad habitada por una
corte de 40.000 personas que aislaba al soberano del pueblo para fomentar aún
más el carácter divino del Mikado.
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