La necesidad de sacar los
billetes para los siguientes días y concretar los horarios de nuestras
excursiones nos condujo a la estación de Kioto, que no habíamos disfrutado al
llegar aquella mañana.
Realmente, la estación era un
macro complejo que incluía los servicios ferroviarios y un complejo comercial
con tiendas, restaurantes, cines y ocio. Abarcaba casi medio kilómetro de
largo, una estructura híper moderna que fue contestada en su momento al romper
con el aire tradicional de la ciudad. Pero las ciudades deben evolucionar e
incorporar los nuevos estilos y las nuevas tendencias. Era obra de Hiroshi Hara
y se concluyó en 1997.
La estación dividía en dos
Kioto: al norte, la tradicional; al sur, la moderna. La segunda era poco
visitada por quien venía de fuera, aunque no careciera de atractivos. Se
acusaba a la estación de romper el flujo del viento. Para evitarlo, el potente
arco de entrada comunicaba el norte con el sur.
Buscamos la oficina de Japan
Rail y, aunque ya eran las ocho de la tarde, continuaba abierta y activa. La
cola estaba perfectamente ordenada y silenciosa. Fuimos a alterar esa quietud
con nuestro diálogo, manteniendo el tono de voz bien bajo, para no despertar
suspicacias.
La chica que nos atendió parecía
sacada de un anime de Asahi TV. Era
jovencita, de cara redonda e inexpresiva, ojos casi convertidos en dos finas
líneas alargadas, gafas de pasta negra y una nariz tan pequeña que era
milagroso que pudiera sostener las gafas alargadas.
Fuimos lanzándole retos, los
apuntó de uno en uno en una hoja de papel que servía de registro y fue dando
solución a cada uno de ellos afanándose sobre la pantalla táctil. Cuadró a
primera hora el tren a Himeji, coordinó una salida hacia Hiroshima que nos
permitiera visitar lo esencial, nos trajo de regreso, nos dio los horarios de
Nara y los billetes de Takayama y resopló con estoicismo cada vez que las cosas
se complicaban más de lo necesario. Trabajaba con un ritmo firme, preciso,
estudiado, no iba rápida pero no perdía una décima de segundo. Detrás nuestro
se formó un pequeño atasco que paliaron en breve sus compañeros. Total
eficacia. Cuando terminó la homenajeamos con dos pronunciadas reverencias en
grupo. Se las había ganado. No sabemos si después la tuvieron que mandar a un
centro de desintoxicación de propuestas difíciles.
Subimos a la parte alta de la
estación, alucinados con una escalera iluminada y continuamos hasta un jardín
ocupado por parejitas que charlaban cogidas de las manos aprovechando la
oscuridad. Todo muy púdico ya que los japoneses no son propensos a expresar
sentimientos amorosos en público. Nadie se besaba.
Nos asomamos a ambos lados de la
estación y escudriñamos las luces de la ciudad. La torre de comunicación
iluminada era lo que más resaltaba.
Cenamos en uno de los
restaurantes de la parte alta y terminamos cuando ya cerraban.
Regresamos en un taxi. La ciudad
ya estaba dormida.
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