Leyendo a Blasco Ibáñez encontré
lo que podría ser la razón de ser de su existencia e, indirectamente, de su
declive. En Japón los matrimonios eran concertados por los padres, en muchos
casos buscando más su interés familiar que el posible amor que se profesara la
pareja. Los matrimonios convivían, la mujer se dedicaba en cuerpo y alma a su
marido pero éste no encontraba el amor y la pasión en el marco de su hogar. Por
ello, se lanzaba en busca de esa parte de su vida que le faltaba y que
encontraba en las geishas. El
progresivo abandono de los matrimonios concertados llevaría consigo la
desaparición de la necesidad de las visitas a las geishas. Quizá su futuro (y su presente) estuviera en su
reconversión como figuras que daban prestigio a una reunión, como animadoras de
una fiesta.
Por eso regresé al barrio una
segunda vez la última tarde en Kioto. Aún no había entrado la noche y no se
habían disuelto los paparazzis de geishas. Cada vez que se abría una
puerta se levantaba una expectación excepcional. Después, los rostros se
cubrían de decepción y espera.
Abandoné la calle principal y me
introduje por las calles secundarias, más estrechas, más silenciosas, más
auténticas. Aprecié mejor las fachadas, los amuletos que colgaban de los
arquitrabes de las entradas. Me crucé con algunas chicas vestidas con hermosos
kimonos y sugestivos obis, los
cinturones o fajines que anudaban a su espalda con un vistoso lazo y que eran
el elemento principal de la indumentaria. Estaba claro que era un barrio
tranquilo y bonito. No me hubiera importado regresar a él en alguna otra
ocasión. El conjunto era muy armónico.
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