El barrio de Gion era famoso por
sus casas tradicionales de madera y por las geishas.
Hasta allí se trasladaban los turistas con sus cámaras para obtener una foto
aprovechando el breve momento en que salían hacia alguna casa de té o una
fiesta.
La primera tarde en Kioto
paseamos por la calle principal, Hanamiki-dori, cuando el sol se había ocultado
y reinaba la primera hora de la noche. No había multitudes y la calle se
alumbraba con las luces tenues de los restaurantes que ocupaban las antiguas
casas de madera de celosías bien conservadas. Fue una decepción no cruzarse con
ninguna geisha.
Las geishas son un elemento del Japón tradicional que se resiste a
desaparecer en el país moderno. No son un residuo trasnochado sino un orgullo.
Son mujeres de compañía, animadoras, por utilizar un término más actual. No son
prostitutas, como se ha planteado en más de una ocasión. Gozar de la compañía
de una geisha no es gozar de su
cuerpo. Es gozar del refinamiento, de los más perfectos gestos y rituales, de
un baile antiguo, de una conversación sofisticada.
En Memorias de una geisha (aún tengo pendiente el libro, que Arturo
prestó a José Ramón en el viaje) se describe una vida dura y las intrigas y
zancadillas de esos grupos de mujeres. Alguna exclamación tuvimos de José Ramón
mientras leía el libro durante el viaje. Porque eran sometidas a una
preparación rigurosa, a memorizar poemas clásicos, a poder contestar con
inteligencia a cualquier frase o situación.
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