Un cuento budista ilustraba la
misericordia de la diosa. La madre de un muchacho estaba postrada en la cama y
no podía caminar. El joven pensó que si se arrojaba desde la plataforma de
madera de este templo, lo que implicaba una muerte segura, su madre recuperaría
la salud. Así lo hizo y la madre volvió a andar. La diosa premió su devoción e
intercedió para que no muriera el devoto muchacho.
Intentamos recuperar el espíritu
y la mirada de Chieko, el personaje de Kawabata, a pesar de que no era
primavera (el calor y la humedad eran intensos) y el atardecer era sustituido
por las nubes que amenazaban lluvia. Observamos a quienes formulaban sus
plegarias, depositaban sus donaciones, se acercaban a Kannon y cumplían con la
dignidad pacientemente.
El camino trazado en la ladera
continuaba hasta el Oku-no-in, el
templo más íntimo y secreto, inaccesible por las obras y tapado con un plástico
gris. Desde allí se apreciaba mejor el Hon-do
y su estructura. Subimos a la zona norte.
Atravesamos el bosque,
ascendimos hasta la pagoda que asomaba su cabeza sobre las copas de los árboles
e iniciamos el descenso. En Otowa-no-taki, la cascada del sonido de las plumas,
un bello nombre, cuyas aguas revitalizaban el cuerpo, se concentraba un grupo
de gente que trataba de captar las aguas del torrente escondido con unas
pértigas acabadas en cazos. Eran las aguas del torrente de la leyenda.
Se sucedían las imágenes en
piedra desgastada que recordaban a los viajeros y a los niños fallecidos con
sus ropajes rojos. Descansamos en un banco. Empezó a llover. Y se disolvió la
marea humana.
La calle de las tiendas estaba
más despejada. Acogía otros templos y santuarios más pequeños. Por la derecha,
bajaban las calles hacia el barrio de Gion en una bonita estampa.
Nos sentamos a tomar una cerveza
mientras arreciaba el diluvio.
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