Un paseo en descenso suave de
unos 20 minutos nos condujo hasta otro templo zen con una estructura similar al
anterior. Ryoanji también fue una casa de campo, del clan Tokudaiji, y se
convirtió también en un templo, en 1450. En 1499 fue destruido en la guerra
Onin que puso fin al gobierno Ashikaga.
Por supuesto, fue reconstruido.
Los visitantes disfrutábamos de la placidez del Estanque de los patos
mandarines, como así fue denominado, y que eran avistados frecuentemente sobre
el mismo. Los nenúfares formaban espesas islas vegetales que competían por la
atención con las islas artificiales de rocas, una metáfora del archipiélago
japonés. Reinaba el verdor que otorgaba intimidad al conjunto.
Este paseo fue muy agradable
pero el objeto de la visita se centraba en el jardín de rocas, quince rocas
sobre grava rastrillada, muy diferente de los jardines de los nobles.
El jardín quedaba entre el
pabellón principal, denominado Kuri,
y un muro de barro. No había que precipitarse porque el salón estaba adornado
con unos hermosos paneles en tinta, como en blanco y negro. Se había trazado un
paralelismo entre el paisajismo pictórico y el diseño de los jardines. Unos
pintores optaban por el color y el detalle, lo que nos llevaría a jardines
tradicionales, como los que habíamos visto y veríamos. Otros optaban por una
representación más sencilla, monocroma, en tinta. Con ella se vincularían estos
sencillos jardines donde la grava rastrillada representaba el océano y las
rocas las islas.
Desde la galería del salón no había
un lugar desde el que fueran contempladas las quince rocas, una singularidad de
su diseño. Había que vaciar la mente, meditar y buscar la interpretación
propia, el propósito del jardín, al que se vinculaba con las ideas de la
ceremonia del té que durante el periodo Muromachi influyeron en la
arquitectura. El jardín era simplicidad y esa simplicidad otorgaba una libertad
de interpretación inmensa.
Observando aquel sencillo jardín
recordé un poema de Soseki:
He
arrojado esa cosa minúscula
que
llaman yo
y me he
convertido en el mundo inmenso.
Porque aquel universo encuadrado
por la tapia de barro era fruto de una renuncia a todo lo que no fuera
esencial.
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