El taxi nos dejó a la entrada.
El templo estaba incrustado en Kitayama, la montaña del Norte, un lugar de gran
belleza natural que siempre atrajo a las clases más poderosas de Kioto. El
bosque dominaba todo el entorno. Hacia la cima, el verdor era uniforme. La
carretera marcaba la divisoria con el mundo urbano.
“¡Es
asombroso -escribió Watanabe- que en una gran ciudad como Kioto las hojas de
los árboles tengan un color tan hermoso! Y no digamos los bosquecillos de pinos
del palacio imperial de verano de Shugako-In, o los árboles de los grandes
jardines de los viejos templos. No es menor la admiración que despiertan los
sauces llorones de la calle Kiyomachi, los de la orilla del Takase, los de la
Quinta Avenida, y los de de la orilla de Horikawa, en el populoso centro de la
ciudad. Son auténticos sauces colgantes. Sus finas ramas, de un verde suave y
delicado caen hasta el suelo. Igualmente delicados resultan los abetos rojos
que cubren las suaves laderas del Kitayama, la montaña del Norte”.
La advertencia del escritor caló
en nosotros, que aumentamos nuestra atención sobre los árboles del jardín.
Porque en ellos se evidenciaba una parte importante de la belleza de Kioto.
La hacienda perteneció desde el
siglo XIII a la familia Saionji hasta que el shogun se enamoró del lugar, lo
compró y lo transformó en la villa en que recibía a los grandes personajes de
la corte o donde se refugiaba para disfrutar al margen de sus obligaciones de
gobierno. Estaba lo suficientemente alejado del centro de la ciudad como para
relajarse y abstraerse pero también estaba cerca para regresar a sus
obligaciones.
Cuando abdicó se retiró aquí,
junto a los monjes zen a los que dejó en testamento el lugar. Los altos
edificios a dos aguas que quedaban a nuestra derecha, tras pasar la entrada,
eran las dependencias del templo Rokuon-ji, que fue el nombre que se otorgó a
Yoshimitsu para el otro mundo, Rokuon-in-den. Los monjes eran de la secta zen
Rinzai. No se podía acceder a ellas.
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