En Kioto corres el peligro de
sumar templos. Hay tantos que puedes concatenarlos sin orden alguno y terminar
una jornada, o varias, sin recordar qué has visto y qué significado brindaba
cada lugar. Porque cada templo goza de su historia y su leyenda, su divinidad,
su arquitectura y decoración, su torre de la campana o su casa de té, sus toriis y un montón de elementos más.
Sumados pueden alcanzar un punto de saturación que implique cierto rechazo.
Por eso, es importante elegirlos
bien, interesarse por sus datos básicos, estructurarlos, buscar su elemento
diferenciador, estudiar qué quieren transmitir. Eso ayudará a asimilar mejor su
belleza y su significado y dejará un recuerdo indeleble y una sensación de
satisfacción que acompañará durante tiempo.
El peligro de una mala selección
puede llevar a no apreciar suficientemente lo maravilloso que es Kioto. En esa
selección debe estar el Pabellón Dorado.
Kinkaku, el Pabellón de Oro,
estaba íntimamente ligado a un personaje, Yoshimitsu, una época, el periodo
Muromachi (1.336-1.600) y a la secta zen.
En la historia de Japón se
alternaron períodos de reafirmación del poder imperial con otros en que la
figura del Shogunato reducía el poder efectivo del emperador a los aspectos
religiosos, sin poder político o administrativo, aunque como eje de la
legitimación de todo el sistema por su origen divino. Los Ashikaga dominaron el
periodo Muromachi, que se inició con la reafirmación del poder imperial en la
persona de Kenmú, que devolvió la capital efectiva a Kioto tras casi dos siglos
en Kamakura. Fue una victoria efímera pues pronto se impuso el clan Ashikaga y
el Shogunato. Yoshimitsu, fue el tercer shogun del clan Ashikaga y gobernó
entre 1.368 y 1.394, momento en que abdicó.
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