Las modelos que los exhibían
eran guapísimas, un ideal de belleza, caminaban con pasos cortos y etéreos,
como si flotaran sobre la pasarela, con movimientos que cautivaban a la
concurrencia, que no paraba de hacer fotos.
Nos situamos lo mejor que
pudimos y nos empapamos de aquella sucesión de obras de arte. Me concentré en
los obis, los fajines anudados a la
espalda que son el complemento perfecto. Esa pieza podía tener seis metros de
largo y resaltar o difuminar la hermosura de un kimono.
Recordé un par de haikus algo picarones para la época en
que fueron escritos y de una inocencia graciosa para nosotros:
¡Ah, qué
caliente
la piel
de una mujer,
la piel
que esconde!
No pude dejar de contemplar a
las modelos que entraban y salían y proyecté ese poema de Sute sobre ellas,
sobre su piel de nácar, sus ademanes, los movimientos de las manos,
ceremoniales, enamorantes.
¡Qué
frescor da
cuando
no llega el moño
al
cuello del kimono!
Un centímetro de cuello se
adivinaba en las mujeres del desfile. ¡Lo que hubiera disfrutado el poeta Sono!
En la antigüedad, era normal que
lo único que se viera de una mujer fueran las mangas en donde se superponían
los diversos vestidos que la cubrían. Cuando se visitaba a una mujer ésta se
ocultaba tras un biombo. Quizá por ello estaban tan magníficamente decorados.
Incluso en la época Heián, no se podía conocer el nombre de una mujer. Existía
el tabú de que si se revelaba podía perder su identidad. Saber el nombre de una
mujer significaba la posesión de la misma.
¡Qué maravillosos hombros!:
Como el
declive de una orilla, partían sin comienzo preciso y descendían suavemente
desde el cabo de la nuca, conformados con tal dignidad y gracia que parecían
creados para que la seda se deslizase por ellos antes de caer.[1]
Visitamos los telares antiguos, pasamos
revista a los kimonos y obis,
espléndidos, y continuamos nuestro camino.
El barrio era tranquilo. Se
sucedían las casas bajas de madera, los tiestos con plantas y flores, el paso
de las bicicletas, el ritmo pausado.
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