Kioto se había desarrollado
menos que otras ciudades porque una parte importante de su producción seguía
siendo artesanal, como ocurría con el sector textil. Era el más importante
centro textil de Japón.
Nos encontrábamos cerca del
antiguo barrio de tejedores de Nishijin, del que tuve conocimiento por la
novela Kioto, de Watanabe. El padre
de la protagonista era un comerciante de tejidos que se desplazaba a menudo
para hacer encargos en los pequeños talleres de aspecto desolado, como son
descritos. Eran pequeños negocios con un par de telares, a veces arrendados,
donde trabajaba una familia. Quizá muchos de esos negocios familiares hayan
quedado en la literatura y la historia.
Entramos en el edificio de
Nishijin Textile Industrial Association. En ese momento se celebraba un desfile
de kimonos.
Los modelos que se exhibían eran
hermosos, de diseños clásicos de una exquisita elegancia. Seguían la
declaración de principios de la casa: “en Nishijin todas las estaciones están
representadas. La primavera canta el aroma de las flores. El verano habla de
los días que se fueron. El otoño se da el lujo de la simplicidad y la
serenidad. El invierno aplica una delicada capa de nieve a los tejados”.
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