Quizá el principal atractivo de
la ciudad era Chinatown, que se desarrolló tras la apertura del puerto en 1859.
Los comerciantes chinos olieron el negocio y no desaprovecharon la ocasión. El
resultado era un barrio chino auténtico, el más grande de Japón y uno de los
mayores de Asia. No obstante, el número de residentes chinos había disminuido a
unos cuatro mil. Las actuales tensiones entre ambos países no contribuían a la
expansión.
La entrada al barrio era
evidente: un pailou o puerta
ceremonial. Desde allí se desplegaba el colorido habitual de los barrios
chinos, algo estridente aunque siempre animado. La sucesión de tiendas y
restaurantes chinos era una gozada para la vista.
El templo Kanteibyo, dedicado al
dios de la prosperidad y los buenos negocios, recibía la visita de un grupo de
colegiales. Nos preguntábamos si serían chinos. Desde luego, eran ruidosos y
divertidos. Ante su salón principal se respiraba más solemnidad. El humo del
incienso era acariciante. Observamos esas pequeñas ceremonias cotidianas de los
creyentes.
Tras un paseo por el barrio
entramos en un pequeño restaurante donde una señora bastante mayor nos atendió
con más cariño que conocimientos de inglés. Pero habiendo voluntad y hambre el
resultado siempre era bueno. La comida china estaba deliciosa.
Según pudimos informarnos,
muchos de los habitantes procedían de Guangzhou, de Cantón. Hubo un tiempo en
que un ferry unía Yokohama con Shanghai y Hong Kong. El interés que mostraron
los americanos al ofrecer su desigual tratado de amistad radicaba inicialmente
en utilizar Japón como una escala entre California, que había pasado al dominio
estadounidense, y China.
Las restricciones del gobierno
japonés no permitieron que los residentes chinos en este barrio se movieran
fuera de las áreas designadas hasta que en 1899 se produjo cierta apertura. La
guerra sino-japonesa de 1937 supuso su decadencia y hubo que esperar a 1955
para su rehabilitación.
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