La variedad de pescados y
mariscos es impresionante. Algunos son conocidos, como las variedades de
atunes, la caballa, el salmón o las gambas. Mejor es el surtido de bichos que
llaman la atención por sus fauces o dientes, por sus caparazones con pinchos, por
su cuerpo hinchado, por la rareza de sus agallas o aletas, por el dibujo de sus
escamas, por sus ojos desorbitados o un sinfín de cualidades que los diferencia
de todo lo comestible que has observado antes.
Los empleados se afanaban en
limpiar, cortar, embalar o manipular de diversas formas los pescados. Muchos
acababan en cajas blancas cuyos destinatarios serían los restaurantes. En otros
puestos, creaban delicatessen para paladares sutiles, envolvían el pescado y el
marisco como si fuera un regalo de bodas y lo ofrecían al público. Esos
trabajos se realizaban con cuchillos de filos fabulosos y con una pericia
extrema. Las tajadas eran todas iguales y del tamaño que demandaban los
clientes.
A aquella hora de la mañana deambulaban
pocos compradores. Quizá ya habían elegido antes de la marabunta de turistas y
cuando aún se ofrecían las mejores capturas. Quedábamos los fotógrafos ávidos
de esa instantánea que impresionara a la familia o los amigos.
Los puestos eran pequeños y los
pasillos mucho más diminutos. Las posibilidades de ser atropellado crecían. Los
despistados que se paseaban ante el género corrían un peligro inminente.
Reinaba un caos organizado al que contribuían las bicicletas y los carromatos
eléctricos. Este caos era el principal atractivo.
Dábamos por hecho que la higiene
imperaba en todo el recinto. La cantidad de agua que se arrojaba sobre pescados
y mariscos, que formaba un charco continuo en el suelo, era una garantía,
aunque nos generaba dudas. Nos imaginábamos que aquello iba a ser una tienda
gourmet y que todo iba a estar impecable. Entonces no sería un mercado.
Lo que nos pareció casi cómico
eran los cuchitriles donde se llevaban las cuentas, pequeños huecos donde casi
se incrustaba a los contables y a los administrativos, que se afanaban en poner
orden en el carajal de papeles, facturas, albaranes, pedidos y dios sabe qué
otros documentos.
Algunas especies brillaban aún
vivas y retozando en cubos y barreños. Algunas tenían un marcado aspecto genital,
como penes acuáticos o moluscos gigantes como sexos femeninos. Las arañas de
mar y los erizos tenían un aspecto sabroso. Como decía el poeta Basho en un
conocido haiku:
Besugo en
sal,
con las
encías frías:
pescadería.
Alargamos un poco la inspección
y salimos a lo que se denominaba como mercado exterior. Era una sucesión de
pequeños restaurantes y tiendas con menaje o todo lo necesario para la cocina y
el comedor: cuencos, tazas, palillos, recipientes para sake y un sinfín de
artilugios. Era habitual tomar algún refrigerio tras la visita del mercado. Se
ofrecía comida para todos los gustos: sushi, sashimi, fideos de todas clases,
brochetas de pescado…
Nos encaminamos hacia la zona de
tiendas de Ginza. ¡Qué contraste!
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