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El blanco y tenue sortilegio del sol japonés 42. El mercado de pescado de Tsukiji II



La variedad de pescados y mariscos es impresionante. Algunos son conocidos, como las variedades de atunes, la caballa, el salmón o las gambas. Mejor es el surtido de bichos que llaman la atención por sus fauces o dientes, por sus caparazones con pinchos, por su cuerpo hinchado, por la rareza de sus agallas o aletas, por el dibujo de sus escamas, por sus ojos desorbitados o un sinfín de cualidades que los diferencia de todo lo comestible que has observado antes.
Los empleados se afanaban en limpiar, cortar, embalar o manipular de diversas formas los pescados. Muchos acababan en cajas blancas cuyos destinatarios serían los restaurantes. En otros puestos, creaban delicatessen para paladares sutiles, envolvían el pescado y el marisco como si fuera un regalo de bodas y lo ofrecían al público. Esos trabajos se realizaban con cuchillos de filos fabulosos y con una pericia extrema. Las tajadas eran todas iguales y del tamaño que demandaban los clientes.

A aquella hora de la mañana deambulaban pocos compradores. Quizá ya habían elegido antes de la marabunta de turistas y cuando aún se ofrecían las mejores capturas. Quedábamos los fotógrafos ávidos de esa instantánea que impresionara a la familia o los amigos.
Los puestos eran pequeños y los pasillos mucho más diminutos. Las posibilidades de ser atropellado crecían. Los despistados que se paseaban ante el género corrían un peligro inminente. Reinaba un caos organizado al que contribuían las bicicletas y los carromatos eléctricos. Este caos era el principal atractivo.
Dábamos por hecho que la higiene imperaba en todo el recinto. La cantidad de agua que se arrojaba sobre pescados y mariscos, que formaba un charco continuo en el suelo, era una garantía, aunque nos generaba dudas. Nos imaginábamos que aquello iba a ser una tienda gourmet y que todo iba a estar impecable. Entonces no sería un mercado.

Lo que nos pareció casi cómico eran los cuchitriles donde se llevaban las cuentas, pequeños huecos donde casi se incrustaba a los contables y a los administrativos, que se afanaban en poner orden en el carajal de papeles, facturas, albaranes, pedidos y dios sabe qué otros documentos.
Algunas especies brillaban aún vivas y retozando en cubos y barreños. Algunas tenían un marcado aspecto genital, como penes acuáticos o moluscos gigantes como sexos femeninos. Las arañas de mar y los erizos tenían un aspecto sabroso. Como decía el poeta Basho en un conocido haiku:
Besugo en sal,
con las encías frías:
pescadería.

Alargamos un poco la inspección y salimos a lo que se denominaba como mercado exterior. Era una sucesión de pequeños restaurantes y tiendas con menaje o todo lo necesario para la cocina y el comedor: cuencos, tazas, palillos, recipientes para sake y un sinfín de artilugios. Era habitual tomar algún refrigerio tras la visita del mercado. Se ofrecía comida para todos los gustos: sushi, sashimi, fideos de todas clases, brochetas de pescado…
Nos encaminamos hacia la zona de tiendas de Ginza. ¡Qué contraste!

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