El mayor tocador de señoras de
Tokio es el vagón del tren o metro que las transporta.
La mujer japonesa es coqueta.
Cuando sale a la calle va impecable y se retoca con lápices y pinceles para
estar perfecta. El resultado es enormemente agradable a la vista.
Sentados en uno de los asientos
corridos (por cierto, de plazas demasiado estrechas para nuestros cuerpos)
observamos a varias mujeres desde el asiento de enfrente. La primera era una
mujer de entre 40 y 50 años, poco preocupada de lo que pensaran de su aspecto,
aun agraciada, ligeramente ajada.
La segunda era una mujer de
entre 35 y 40 años: melena negra con algunas canas, muy delgada, de ojos un
poco ausentes. Abría un libro delgado y leía sin demasiado interés. El libro se
leía de atrás hacia adelante, en comparación con los libros occidentales.
La tercera estaba enfrascada en
la lectura de un libro del tamaño de una caja de cd, era elegante y delicada,
con una sencillez envidiable. Su maquillaje parecía inexistente pero resaltaba
un rostro enmarcado por una melena corta que formaba dos arcos en almendra. Los
ojos se prolongaban más con unas alargadas y estrechas gafas. Todo
perfectamente estudiado para una informalidad casi sublimada.
Las dos siguientes no habían
hecho los deberes cosméticos en casa. Eran jóvenes y quizá antes habían dejado
a los niños (o al hijo/a único/a) en la guardería y en aquel momento
completaban el ritual para lucir bellas.
Ambas eran hermosas, cada una en
su estilo, más agresivo el de la que iba con un vestido largo color fucsia, ajustado,
más clásico la que se enfundaba en negro y blanco. La primera, utilizaba una
aplicación espejo del móvil y la segunda un espejito de toda la vida. Entre
ellas se producía una pequeña competición de definición de cejas, aplicación de
potingues, resalte de labios. Era un ritual que repetían cada mañana. Y, a
nosotros, nos entretuvo durante el viaje. Ya lo decía Taigui en un famoso haiku:
La
viajera
extrema
su elegancia
hasta lo
odioso.
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