No entramos con buen pie en
Kioto. Durante el viaje en tren no habíamos hecho los deberes y no sabíamos cómo
llegar al hotel. Tampoco, cómo alcanzar la oficina de turismo. Se produjo un
momento de pánico, paralizados por el bloqueo mental de no saber dónde ir. Pero
preguntando aquí y allá, esquivando torrentes de gente que sí tenían claro
dónde iban y a los que estorbábamos, nos plantamos en información, nos
ubicaron, nos dieron instrucciones precisas con la amabilidad característica de
este país y pasamos a buscar la parada de autobuses. Nuevas dudas surgieron en
la parada. No éramos los únicos. Por cierto, la estación del tren era tan
espectacular como decían.
El bus city 205 iba a parir y con las maletas, nuestras y de otros
viajeros, bloqueábamos el pasillo del vehículo. Nadie se quejó de ello. No
sabíamos cuándo había que pagar, si al subir o al bajar. El conductor nos sacó
de dudas y nos hizo un gesto significativo de que pagáramos al salir. El
trayecto fue un infierno. Los lugares que atravesamos de la ciudad no eran
precisamente atractivos.
Nos bajamos en una calle
concurrida y volvimos a plantearnos hacia dónde ir. Sí, estábamos cerca, pero
desconocíamos si al norte, al sur, al este o al oeste se encontraba nuestro
destino. Tras un breve cabreo, Arturo, nuestro jefe de mapas, entró en un
centro de belleza donde las empleadas le atendieron con singular hospitalidad y
eficacia. No fue necesario que se sometiera a tratamiento alguno para que le
imprimieran un plano de la zona y le trazaran la ruta. Fue despedido entre
reverencias y sonrisas. Efectivamente, estábamos a escasos metros del hotel
Vista Premio.
Después de esas incertidumbres,
fuimos conscientes de que el hotel estaba muy bien situado, en una zona animada
cargada de restaurantes, tiendas y diversión. Las habitaciones eran
confortables. Nos regalaron nuevas reverencias y sonrisas. Las reverencias eran
una constante natural. También para pedir perdón. La inclinación del cuerpo al
pedir perdón marcaba el grado de contrición de quien la realizaba. Si la ofensa
había sido pequeña, el ángulo entre la vertical y la posición de perdón era
pequeño. Un ángulo de 45° marcaba un propósito de la enmienda considerable.
Semanas antes de nuestra salida,
el presidente de Toshiba y otros altos directivos dimitieron al salir a la luz
los manejos contables por los que habían inflado los beneficios de la empresa
en más de mil millones. Tras pedir perdón en la rueda de prensa, se levantó e
inclinó su cuerpo hasta formar un ángulo recto, casi besando la mesa. Estaba
claro que su pecado era infame y que su honor había quedado dañado de forma
irreversible. Quizá en otra época, hace décadas, la deshonra le hubiera
conducido al suicidio ritual.
Comimos en un pequeño
restaurante cercano, Takayama, precisamente el nombre de nuestro siguiente
destino en el viaje.
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