Los rituales de salida de las
ciudades son siempre muy parecidos. Te levantas con poco humor, desayunas más o
menos rápido, haces la maleta y efectúas el check
out. No se debe perder mucho tiempo en narrar estos pasos.
“Madrugar, lavarse la cara,
enjuagarse la boca, y purificar el cuerpo y la mente venerando a los kami o a los espíritus de los
antepasados dota de sentido al día y permite que la persona comience su trabajo
con un sentimiento de pureza”-escribió Sokyo Ono[1]-.
Esa sería la actitud de un buen japonés sintoísta que nos daba una pauta de
actuación. “Los kami son
sinceros-continuaba-y siempre protegen a quienes tienen fe. Los antepasados dan
fuerza y ayudan. De este modo, uno puede vivir una vida de rectitud”. Buscamos
esa fuerza en nuestro interior y nos aprestamos a aprovechar el día.
Acompañados de nuestro equipaje,
tomamos la línea Chuo hasta Tokyo Station y realizamos el transbordo hasta la
estación del tren de alta velocidad, el famoso Shinkansen.
A quien llega pronto a la
estación se le premia con una exhibición de eficacia japonesa. O, lo que es lo
mismo, cómo limpiar un tren de alta velocidad en siete minutos.
A la llegada del tren espera un
destacamento de limpiadoras que forman ante las puertas, cubo y fregona en
ristre. A una señal, se abren las puertas protectoras y toman al asalto los
vagones, con decisión, concentradas. Cada una sabe su cometido. No puede haber
fisuras ni indecisiones.
Una de las señoras va rotando
los asientos, otra recoge los paños de los reposacabezas, otra se agacha a
recoger lo que pueda haber en el suelo o en las papeleras, otra, como un tifón,
le da un pasavolante a las tapicerías. Lo más parecido sería un equipo de
mecánicos de Fórmula Uno realizando labores de limpieza. Impresionante.
Localizamos nuestros asientos, acoplamos las maletas, sacamos de las mochilas algo para distraernos y cada cual se entretuvo como pudo o quiso.
Atravesamos la ciudad y saliendo del núcleo más poblado percibimos ese otro Japón de casas bajas y esporádicos edificios altos. Recordamos que el 80 por ciento del país eran zonas rurales y montañosas, con lo que en algún momento llegarían las mismas.
Entre medias de las montañas y los pueblos se desplegaban llanuras planas donde cultivaban arroz con la misma perfección que caracterizaba a cualquier otro ámbito de la actividad japonesa.
Ríos, casitas de madera y tejados a dos o cuatro aguas, campos, alguna colina o un pequeño bosque pasaban ante las ventanas.
Y las industrias, por supuesto.
Y el monte más famoso de Japón.
[1]
Sintoísmo. La vía de los Kami, páginas 82 y 83.
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