Las viviendas japonesas,
especialmente las de las ciudades, eran demasiado pequeñas para tener perro.
Quizá, además, los vecinos podían oponerse a ello. Para aquellos que no querían
prescindir de pasear al perro, se ofrecía la posibilidad de alquilarlo.
La idea me pareció magnífica. A
quien la puso en marcha le deberían dar el premio al emprendedor más sagaz. A
quien le gustaran los perros se le ofrecía el placer de pasearlo eliminando los
inconvenientes: sacarlo a mear por la mañana y por la noche, los destrozos en
la casa, los lloriqueos porque el animal estaba encerrado en un lugar
pequeño...
Los amos de alquiler se volcaban
en estas criaturas y les compraban ropa con la que adornarlos. Estaban
orgullosos de ellos. Por cierto, esa ropa era bastante cara y en muchos casos
extravagante. Algunos los paseaban en carritos similares a los de los bebés.
No sé por qué, me recordaba a
tener una querida, con las distancias que había entre una y otra situación, no
se me vaya a quejar el colectivo de queridas.
El lugar predilecto para pasear
al perro era Odaiba. Y hacia allí nos dirigimos en nuestra última tarde en
Tokio.
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