Por otra parte, las mujeres eran
utilizadas como fuerza variable de trabajo. Lo habitual era que la mujer con
hijos entrara a trabajar más tarde para poder dejar a los niños en la guardería
o el colegio y saliera antes, a tiempo de recogerles por la tarde. Hasta ahí,
todo era perfecto. Si había un pico o un valle de necesidades laborales las
mujeres ampliaban su jornada o la disminuían. Aquello me pareció normal en los
años 80 pero ahora me parecía bastante machista. A la mujer casada y con hijos
se le cortaban las alas para el progreso. Quizá por ello, era raro encontrarlas
por la noche en los restaurantes donde se reunían los trabajadores tras la
jornada laboral.
Al regresar del viaje, mi cuñada
Mercedes me preguntó si consideraba que los japoneses eran felices. Una
pregunta difícil ya que generalizar en una sociedad tan amplia podía implicar
un análisis simplista. En los vagones o en la calle eran de rostro hermético y
no se podía adivinar su ánimo. Les habían educado para obedecer, para trabajar
y respetar el orden social. Es verdad que sonreían sin grandes esfuerzos y que
disfrutaban en los festivales.
En el artículo ya mencionado de
Inés Possemeyer, La solución son las
mujeres, se mencionaba que sólo el 7 por ciento de los japoneses estaba
contento con el equilibrio de su vida y el trabajo. Sólo el 26 por ciento
estaba contento con su trabajo, frente al 46 por ciento de España. Las horas extra
estaban institucionalizadas como símbolo de fidelidad (nadie se marchaba antes
que el jefe) pero detrás se encontraba la necesidad de realizarlas para poder
mantener a la familia. Hasta los 35 años o más la mitad de la población activa
no ganaba lo suficiente para vivir. Muchos jóvenes estaban atrapados en un
mercado laboral que los convertía en lo que llamaban irregulares, personas que
no tenían derechos habituales de los trabajadores, como la baja parental, las
vacaciones, la seguridad social o el paro. Los irregulares eran el 40 por
ciento de los empleados y el 80 por ciento de los nuevos. Un panorama que nos
resultaba conocido en nuestro país. Los que estaban dentro gozaban de derechos
y los de fuera estaban marginados. El deseo de conseguir lo que tenían sus
padres, una casa, una familia, unos hijos, era una entelequia. Sólo en uno de
cada doce hogares había niños pequeños.
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