Observando el ajetreo de las
calles y contemplando a los ejecutivos que cargaban con sus carteras y
ordenadores portátiles, cabizbajos, recordé un artículo publicado en la revista
Time titulado Los nuevos héroes del Japón. Lo curioso era que los nuevos héroes
ya no se forjaban en el campo de batalla. Tras la Segunda Guerra Mundial la
Constitución suprimió el ejército. Los nuevos héroes se forjaban en las
empresas. Los altos directivos de las grandes multinacionales morían de
agotamiento a una edad cercana a los 50 años. Tremendo. Trabajaban tanto para
engrandecer su país que morían extenuados. En el artículo se reflejaba la
biografía de algunos de ellos.
Esa información me producía un
profundo rechazo, todo lo contrario que otra información sobre los sistemas de
organización del trabajo que leí en el libro Teoría Z. El éxito de la segunda economía mundial durante las
décadas de los 70 y los 80 se basaba en un sistema de trabajo que garantizaba
el éxito. El autor de Teoría Z
buscaba qué elementos de esa cultura empresarial podían trasplantarse al
sistema de trabajo de Estados Unidos.
Destacaba el espíritu colectivo
japonés. El equipo era más importante que el individuo, como era habitual en el
mundo occidental. Se creaban grupos de trabajo con personas de diferente
formación, lo que daba origen a una visión más plural y a la posibilidad de
readaptar mejor a los trabajadores. Cada tres años rotaban reasignando a los
individuos a nuevos equipos. De esta forma, aportaban la experiencia adquirida en
un equipo a otro nuevo de acogida. No se producía la extrema especialización de
la economía americana que provocaba que un profesional sólo supiera realizar
determinadas tareas. En Estados Unidos, si un trabajador especializado quería
cambiar de empresa tenía que buscar otra que tuviera un puesto muy similar.
Me pareció preocupante el
sistema de selección. La primera premisa era que el trabajador en Japón entraba
en un grupo empresarial y permanecía en el mismo durante toda su vida laboral,
algo impensable en el mundo empresarial occidental. La fidelidad era clave. Por
otra parte, en Japón los trabajadores se jubilaban a los 55 años (actualmente,
a los 65) y no obtenían una pensión de jubilación. Se les pagaba una cantidad
equivalente a tres o cinco anualidades de sueldo. Nada más. Me imagino que
siempre podrían complementar con su plan de pensiones, si fueron previsores. O
con lo que les producía un pequeño negocio que habían montado con el dinero de
la jubilación, lo que explicaba que hubiera tantos restaurantes regentados por
matrimonios mayores. Pero aquellos que trabajaban para grandes multinacionales,
controladas por compañías de seguros o bancos, aún podían encontrar, tras la
jubilación, un trabajo a tiempo parcial en una filial del grupo que completara
su sueldo.
Los bancos y compañías de
seguros sólo contrataban en universidades de primera categoría. Esas
universidades se alimentaban exclusivamente de estudiantes de escuelas de
primera categoría. Esta cadena de exclusividad en las selecciones llegaba hasta
las guarderías. Por tanto, un niño podía quedar marcado para el futuro por unas
pruebas que hubiera realizado en la guardería con tres o cuatro años. La
permeabilidad era muy escasa. Las empresas no se disputaban los trabajadores.
Esa estanqueidad provocaba
situaciones de frustración y depresión que convertían a Japón en uno de los
países con mayor número de suicidios. Por cierto, quien se suicidaba
arrojándose a las vías del tren, algo bastante popular entre el grupo de
suicidas, dejaba en herencia a la familia la obligación de indemnizar a la
compañía ferroviaria por la limpieza y la paralización del servicio.
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