Lo que nos impresionó fue la
terminal marítima, Osanbashi Pier, obra del arquitecto español Alejandro
Zaera-Polo y de Farshid Moussavi, que salieron triunfadores sobre 660 proyectos
que se presentaron al concurso internacional convocado. El diseño consiguió que
fuera un símbolo del puerto y un orgullo para la ciudad y el país.
La terminal se adentraba en el
mar con sus formas onduladas, su superficie de madera y sus jardines en la
parte superior. Merecía la pena pasear por ellos y contemplar el skyline de la ciudad, el puerto, el
faro, un barco antiguo, la llegada del ferry, la noria. La sorpresa fue
observar el monte Fuji que se había desprendido de sus nubes y se mostraba en
un hueco del tejido urbano.
“Vio como, con maravillosa
precisión, el sol esculpía un par de tensos músculos en los macizos blancos
como la nieve de las nubes a lo lejos”. La imagen de Mishima se repetía en el
horizonte. “Y si no me engaño, algún día sonará en el alba un cuerno límpido y
solitario, y una nube turgente, traspasada de luz, descenderá velozmente, y la
imperiosa voz de la gloria me requerirá desde la lejanía…Y tendré que saltar de
la cama y partir solo”[1].
Esas palabras resuenan con el recuerdo de la novela ambientada en Yokohama.
Como Ryuji, quizá hayamos renunciado a la gloria. Recuerdo la portada del libro
de la edición de bolsillo de la editorial Bruguera con una foto de los miembros
del Tate no kai, la Sociedad de los Escudos, un grupo formado por Mishima
dedicado a defender los valores tradicionales japoneses y la veneración del
emperador. Con cuatro de sus militantes asaltó el 25 de noviembre de 1970 el
cuartel general de las Fuerzas de Autodefensa. El fracaso de la acción le
empujó al suicidio ritual, al seppuku.
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